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Zola y el arte de contarlo (casi) todo

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En la literatura, como en otras juntas y ferias de eso que alguien llamó una vez la vida, nunca hay que perder de vista el asunto de la ambición. Declinada, se entiende, en todos sus colorines y gradientes. La humildad, cuando es sincera, puede ser útil para templar el ego y dar a la luz obras delicadísimas, además de necesarias en tiempos como los actuales, en los que todo el mundo aspira a ganar el Roland Garros y coronar en patinete el Anna Purna -en este caso, optar por un símil no literario es, sin duda, sinónimo de prudencia-. Hay quien escribe como si no tuviera nombre. Otros, atentos a lo que está fuera. Luego están, de timbre más metafísico, los que escriben sobre la imposibilidad de escribir, generalmente personas pálidas y delgadas y en ocasiones -para felicidad del lector- a punto de diluirse. Y, por supuesto, también los que un día se levantaron con ímpetu wagneriano y entre todas las realidades disponibles a las que consagrar su pluma decidieron echarle redaños al asunto y escribir como si no hubiera un mañana, que es lo único que siempre está detrás cuando se decide meter al universo entero en un libro.

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