Hombres y mujeres discurren de una manera tan diferente que, a menudo, cuando hablan de lo mismo, parecen referirse a distinta cosa. Hay abundante literatura al respecto, pero no tanta científica: sin embargo, en los últimos años los avances en tecnologías de neuroimagen, electrofisiología y genética permiten cada vez más cartografiar el cerebro humano mientras piensa y actúa. Y la ciencia, que como la ley siempre llega tarde pero resulta inapelable, ha concluido lo que desde hace siglos se barrunta. Hombres y mujeres son distintos, y aunque sin duda el patriarcado ha reforzado culturalmente los estereotipos de género, genes y hormonas también determinan que la conducta de ellos y ellas varíe en cuestiones fundamentales como el amor, la fidelidad, el sexo y, en general, la actitud frente a la vida.
Ocho semanas después de la concepción, los diminutos testículos masculinos empiezan a producir la suficiente testosterona para impregnar el cerebro
Esto concluye ‘El cerebro masculino’ (Salamandra miradas), un ameno ensayo escrito por Louann Brizendine (Kentucky, 1952), una neuropsiquiatra con 25 años de experiencia. A ella, que antes convirtió ‘El cerebro femenino’ en un bestseller, cuando declaró sus intenciones de ponerse a escribir sobre el cerebro masculino le dijeron: “¡Pues será un libro muy corto! ¡Más bien un folleto!”. Una broma que, argumenta la autora, denota hasta qué punto está establecido que el hombre sea el modelo humano per se y por tanto se considere simple, mientras que lo femenino siempre se asocie a lo complejo. En cualquier caso, Louann Brizendine ya hace spoiler desde la introducción: “Unas ocho semanas después de la concepción, los diminutos testículos masculinos empiezan a producir la suficiente testosterona para impregnar el cerebro y alterar su estructura de una manera fundamental”.
Cuando llegan a adolescentes, el nivel de testosterona de los hombres se multiplica por veinte
Los niños tienen querencia por rastrear y perseguir objetos en movimiento, apuntar a objetivos, poner a prueba la propia fuerza y ensayar juegos de lucha contra los enemigos, dice el ensayo. Cuando llegan a adolescentes, su nivel de testosterona se multiplica por veinte, de manera que si esta hormona fuera cerveza, un niño de nueve años recibiría el equivalente a una copa diaria, pero a los quince años, estaría consumiendo ocho litros diarios. Borrachos de testosterona hasta superar la veintena, los adolescentes sitúan el encuentro sexual en el centro de su mente, argumenta Louann Brizendine, hasta tal punto que muchos se preguntan si no se estarán volviendo unos “pervertidos” y tardan en acostumbrarse al nuevo interés que las chicas suscitan en ellos. Por norma general decaen en sus estudios: hacen falta sensaciones muy intensas para activar los centros de recompensa del cerebro masculino a esa edad, y los deberes no surten efecto. No en vano los chicos provocan un 90% de las alteraciones en las aulas y protagonizan un 80% del fracaso escolar.
El pene, con tanta personalidad propia que parece un amigo más, recorre todos los capítulos de un libro que se estructura por ciclos vitales, desde el niño al hombre
Mentir para acostarse con mujeres
Tres de cada cuatro hombres adultos están dispuestos a mentir o “modificar la verdad” para convencer a las mujeres de que se acuesten con ellos, prosigue ‘El cerebro masculino’: “Se ha medido la tensión vocal de hombres y mujeres mientras dicen mentiras al sexo opuesto y se ha podido observar que los hombres muestran mucha menos tensión eléctrica al mentir”, se expone. Ellos tienen una media de catorce parejas sexuales a lo largo de su vida, mientras que las mujeres se conforman con una o dos, según investigadores a los que cita la autora. Sin embargo, mostrarse desnudo ante una nueva pareja no es más fácil para los hombres que para las mujeres, preocupados por qué pensarán de su cuerpo y en particular de su pene.
El pene, con tanta personalidad propia que parece un amigo más, recorre todos los capítulos de un libro que se estructura por ciclos vitales: desde el niño que no puede parar de tocárselo, al hombre enamorado, que tiene más gatillazos por la presión que a quien no le importa tanto su pareja sexual; al padre, que vive un síndrome de couvade o embarazo empático en el que las hormonas le dan un respiro para centrarse en cuidar. El decaimiento del pene representa también el de la vida en la andropausia, una transición hormonal entre los cincuenta y los 65 años en que se produce la mitad de la testosterona que a los veinte años y que dificulta conseguir una erección. Una vez superan la crisis existencial, ellos pueden resultar amantes más amables y delicados y existen fármacos, como la Viagra, para ayudar. Aunque ‘El cerebro masculino’ es un ensayo eminentemente heteronormativo, también incluye un apéndice dedicado a otras identidades y orientaciones sexuales y su impacto en el cerebro masculino, que consigna que los estudios en este campo son incipientes.
Contra las previsibles críticas de determinismo biológico que pueda suscitar el ensayo, cabe señalar que Louann Brizendine se circunscribe en “la generación de la segunda oleada de feministas que habían decidido criar niños emocionalmente sensibles, que no fuesen agresivos ni estuviesen obsesionados con las armas ni con la competición”. Lo intentó con su propio hijo, comprándole una Barbie cuando tenía tres años y medio. Al sacar la muñeca de la caja, la agarró por el torso y dio una estocada en el aire, como si fuera un arma. “Independientemente de nuestras convicciones sobre los mejores juegos infantiles, los chicos se interesan más por los juegos competitivos, y las niñas por los juegos cooperativos”, señala la autora con base en su propia experiencia. Mientras escribía ‘El cerebro masculino’, su perspectiva sobre los hombres que más quería –su padre, su marido y su hijo– cambió. Ella espera que el ensayo sirva para lo mismo a sus lectoras.