1937. Daphne Du Maurier, esposa de un militar destinado en Egipto, empezó a escribir en Alejandría una novela que se le resistía. Tanto que las primeras páginas acabaron en la basura. La autora culpaba al calor de su fracaso. Había dejado en Inglaterra a sus dos hijas, una de ellas un bebé, lo que más bien le resultaba una liberación porque nunca fue una madre entregada, pero echaba terriblemente de menos su país. Por eso, entre sudores, imaginó una casa con inquietantes corredores y habitaciones cerradas al estilo Barba Azul habitada por el espíritu de una mujer muerta de la que solo conocía el nombre y que ese sería el título de la novela: ‘Rebeca‘.
Du Maurier tenía entonces 30 años, cuatro novelas escritas y solo la última, ‘La posada Jamaica’, había alcanzado un cierto éxito, pero nada comparable a lo que sería ‘Rebeca’, que a partir de 1938 vendió cerca de tres millones de ejemplares y se ha mantenido desde entonces en las librerías, amén de sus adaptaciones al cine. La más recordada, la versión de Alfred Hitchcock.
La autora se lamentó siempre de que su novela, recibida como una historia romántica, no había sido bien comprendida. En realidad, el conflicto de la obra hasta que se dispara su resolución es apenas nada, todo ocurre en la cabeza de la protagonista, una jovencita apocada y sin nombre que conoce al atractivo pero torturado Maxim de Winter, quién la lleva a vivir a Manderley. En la mansión, lastrada por sus inseguridades, ella se deja arrastrar por los celos retrospectivos hacia la primera y difunta esposa. Rebeca, contrafigura de la narradora, era una mujer imponente, ejemplo vivo de esa feminidad rampante que la autora solía mostrar como una amenaza.
El amor todo lo perdona
Con ojos del siglo XXI, Rebeca sería la mujer empoderada, con una sexualidad fuerte y libre, mientras que la protagonista es, como diría alguien de la generación Z, una NPC, una figura anodina que solo adquiere seguridad cuando descubre que su marido no solo no amaba a su anterior esposa, sino que además estuvo implicado en su muerte. Se diría que es la reedición en clave melodramática de aquel viejo chiste: ¿Mataste a tu mujer? ¿Entonces, estás disponible?
La habilidad de Du Maurier es convencer al lector de que ese par de psicópatas que son la pareja protagonista se han portado ejemplarmente frente a la “feroz, condenable, podrida de arriba abajo” Rebeca, como se encarga de informarnos la escritora, lo que nos convierte a todos en cómplices y al asesino en alguien encantador, cargado de razones. (Y aquí un inciso, en la película de Hitchcock rebajaron esa responsabilidad convirtiendo el suceso en un accidente).
Más mala que…
Luego, claro, está la carga ‘queer’ que se muestra no muy oculta tanto en la novela como en la película encarnada en el personaje de la señora Danvers, el ama de llaves, que como mandaban los cánones de la novela popular y Hollywood, debía ser un personaje malintencionado y terrible. “Más mala que el ama de llaves de Rebeca”, fue una frase hecha que circulaba por entonces, refrendando la convicción de que toda lesbiana que se mostrara como tal en la ficción -no solían verse muchas en los años 40- debía ser castigada al final. A la comunidad gay esto no le importó demasiado y Danvers pasó a ser un lugar común en los espectáculos de ‘drag queens’ del momento.
Todo esto choca de plano con un aspecto de la propia autora que solo en 1993, a cuatro años de su muerte, reveló su biógrafa Margaret Forster: la férrea voluntad con la que Du Maurier escondió su inestable sexualidad. Se casó, se ha dicho, con un militar que tuvo un papel lamentable durante la Segunda Guerra Mundial durante la batalla de Arhem en Países Bajos. No estuvieron especialmente unidos, pero ella siempre le apoyó. Hasta el punto de llevar a juicio a Richard Attenborough por el retrato que hizo de su difunto marido en la película ‘Un puente lejano’. Mientras estuvieron casados, cada uno hizo la suya.
El deseo en la caja
En su infancia, la autora, hija de una familia vinculada al teatro, solía vestir de niño y exigía que todo el mundo la llamara Eric. Al entrar en la pubertad encerró a Eric, según su biógrafa, en una caja que solo se permitía abrir alguna que otra noche, adoptando esa personalidad solo para sí misma. Pero el deseo pudo más que su voluntad y se le conocen dos enamoramientos, uno con Ellen Doubleday, esposa del famoso editor, que no le correspondió, y otro, esta vez sí cumplido, con Gertrude Lawrence, una actriz que también había sido amante de su padre.
Esa represión a sí misma se traspasa a su novela más conocida. No solo en las acciones de la señora Danvers, que convierten una exhibición de lencería fina en un momento de alto voltaje erótico, sino también en la asexuada relación que la protagonista mantiene con De Winter a quien dice: “Solo quiero ser tu amiga, tu compañera, como si fuera un chico”. Quizá en esos sentimientos difíciles de expresar, que Du Maurier conocía tan bien y que de vez en cuando dejaba salir de su caja en sus ficciones, esté radicada la habilidad obsesiva y fantasmagórica de esta novela extraña, adictiva y, lo dicho, cargada de mucho romanticismo tóxico.
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