A los cuatro años, Richard Wright prendió fuego a su casa cuando le entró curiosidad por ver una escoba ardiendo; a los cinco, su padre abandonó a la familia; a los seis, le dio por aficionarse a la bebida. Fue en los garitos, en las calles y en los bordes de los caminos de hierro del ferrocarril donde aprendió a curtirse en el miedo, el hambre y el odio, al mismo tiempo que experimentaba el sufrimiento debido a la larga enfermedad de su madre. En un mundo hostil, víctima de la segregación, el amor por los libros y la búsqueda de conocimiento ayudarían después a aquel joven negro a perseguir un sueño de justicia y de oportunidades en el norte. El tránsito de la adolescencia a la mayoría de edad en Misisipi, entre las décadas de 1920 y 1930, es una cruda descripción de la vida afroamericana y una de las mejores exploraciones literarias que conozco de la tensión racial. “Black Boy”, que trata de todo ello, se ha convertido en una memoria imprescindible del siglo XX. Alianza publica ahora la primera parte de esta autobiografía de Richard Wright apenas transcurridos dos años desde que la más aclamada de sus novelas, “Hijo de esta tierra”, viera la luz traducida al español en la misma editorial.
Wright fue, posiblemente, el escritor afroamericano más influyente del pasado siglo. Allanó el camino a otros autores negros que siguieron su estela: Ralph Ellison, Chester Himes, James Baldwin, Lorraine Hansberry o John Williams. Seis décadas después de haberse ido al otro barrio, su legado sigue en pie gracias a su hija y albacea Julia, que ha ayudado a mantenerlo vivo. En 2008, logró que Harper Collins publicara “A Father’s Law”, la novela inacabada en la que estaba trabajando su padre en las semanas previas a la muerte.
Maduró rápido aquel chico de Misisipi. Lo hizo en todos los sentidos. A los doce años tenía una concepción de la vida que ninguna experiencia borraría jamás, una predilección por lo real que ningún argumento podría nunca contradecir, un sentido del mundo que era suyo, solo suyo, como cuenta en “Black Boy”. Era en definitiva una noción de lo que significaba la vida que nada podría alterar, una convicción de que su significado solo llegaba cuando alguien luchaba por exprimir cualquier dolor sin sentido. “Black Boy” es un relato apasionado de esa brega humana.
Wright murió en 1960. Su corta vida representó el triunfo de la tenacidad sobre el virulento prejuicio racial que describía en sus libros. Nadie como él se entregó tan a fondo a esa tarea. Escribió su primer cuento cuando tenía 15 años. En 1925, mientras trabajaba en Memphis de lavaplatos, comenzó a atiborrarse de libros: utilizaba el carné de la biblioteca de un compañero de trabajo blanco. Los negros no tenían acceso a la cultura. El descubrimiento de H. L. Mencken, crítico mordaz del “Baltimore Sun” y cofundador de “The American Mercury”, donde publicaban muchos de los autores estadounidenses de relieve en aquellos momentos, resultó ser fundamental en su trayectoria. Mencken, considerado más tarde un libertario, escribía cosas como “todo hombre debe avergonzarse del gobierno bajo el cual vive” o “la democracia es la patética creencia de la ignorancia individual en la sabiduría colectiva”. En “Black Boy”, escribe que Mencken fue quien le mostró cómo las palabras podían usarse igual que si fuesen armas.
El entorno en que se crió y el difícil tiempo que vivió para los derechos humanos hizo de Wright un autor de impulsos enfrentados. Su rabia ante las injusticias del mundo que conocía lo impacientó desde la propia expresión literaria. Fue un talentoso inventor de situaciones moralmente explosivas, pero estas una vez que explotan parecen caer en cualquier lugar. Sus novelas son rehenes de una política de resultados. Wright intenta ordenar los acontecimientos para que se ajusten al sentido de justicia, o por decirlo exactamente a una visión imposible de ella. Cuando la moraleja no es lo suficientemente inequívoca, añade como muleta un discurso que no siempre enriquece el texto. A la vez, Wright amaba íntimamente la literatura, igual que uno ama a quien lo ha rescatado de la miseria o del peligro. La literatura fue el primer lugar en el que encontró ratificada su reflexión interna sobre el mundo. Todo lo demás, desde las leyes y costumbres del apartheid sureño hasta el fanatismo religioso de su propia familia –creció en la casa de su abuela materna, una devota adventista del séptimo día, que creía que contar historias era pecado– lo afrontó como pura hostilidad. “Black Boy” es la vida de los negros de Estados Unidos en un tiempo en que eran empujados a la desesperación y la muerte.
Black Boy
Richard Wright
Traducción de Eduardo Hojman
Alianza, 320 páginas, 22,50 euros