Ángeles Caso vive en un pueblo de León, escribiendo. Detrás de sus ojos grandes, que parecen abrazar la pantalla que la junta con el entrevistador, hay una mirada serena y a veces intranquila, la de una mujer que se toma en serio el asunto al que ha dedicado gran parte de su vida: develar la injusticia sufrida por las mujeres, en el arte, en la ciencia, en la cultura y, en general, en la vida.
A todas, a todas, las de cualquier condición económica o vital, las hirió un azote lento, la desconsideración de una sociedad machista a la que se le añadió, en un número enorme de casos, la afrenta del analfabetismo, que en España afectó en alto porcentaje (71% en mujeres) hasta principios del siglo XX y que no fue arrancado hasta los años ochenta, avanzada la democracia española.
Esa falla inmensa, y la evidencia de que la lucha por la igualdad a la que ella pertenece aún está en vigor, es la que retrae muchas veces la sonrisa con la que recibe las preguntas, hasta que las respuestas la obligan, otra vez, a cambiar su sesgo.
Ella nació en Gijón en 1959. Después de importantes trabajos en la televisión se ha dedicado sólo a la literatura. Ganó el premio Planeta, y otros importantes galardones, antes de dedicarse por entero a lo que ahora ya es una importante saga en favor de las mujeres: Las olvidadas (2005), Ellas mismas. Autorretratos de pintoras (2016), Grandes maestras. Mujeres en el arte occidental (2017) y, ahora, Las desheredadas (Lumen, 2023). A raíz de este libro conversamos.
P. ¿Por qué se dedicó al rescate de las mujeres?
R. Es un proceso lento que empezó cuando hice la carrera de Historia del Arte, que terminé en 1981. Era aquella una historia del arte totalmente androcéntrica… Entonces yo aun no militaba en el feminismo, pero aquellas que eran mayores que yo y ya estaban en ello me daban mucha caña. Así que me cuestioné entonces si lo que había estudiado era toda la verdad. Por entonces aparecieron en Francia y en Inglaterra los primeros estudios de género y yo aprovechaba los viajes para hacerme con libros que me ilustraran sobre esa pregunta: ¿era verdad lo que había estudiado, eran solo hombres los artistas? ¡Para saber de arte me faltaba más de la mitad de la población que se había dedicado a esto! Así que leí y leí y leí, pero no lo hacía para escribir, sino para responder a mis interrogantes.
P. Empezó en torno a la fecha que se declara como el fin del analfabetismo entre nosotros…
R. Es terrible todo lo que ocurrió con esa brecha. En España en particular íbamos muy por detrás de la mayor parte de los países europeos. De 1866 hay un censo según el cual sólo el 12% de las mujeres estaban alfabetizadas aquí, mientras que en Francia el porcentaje era del 40%… La lucha por la educación de las mujeres fue una lucha de poder, que realmente se abre cuando ellas van alzando la voz y exigiendo que se las eduque… Yo he estado con mujeres que hasta aquellas fechas de los ochenta eran analfabetas y que hasta muy tarde en la vida no habían podido leer un libro. En las casas humildes era así, pero hasta muy tarde en las clases privilegiadas se cuestionaba también si las mujeres tenían que instruirse.
La educación de las mujeres se planteó como una lucha de poder, también en el ámbito de las clases populares. Cuanta más educación, más posibilidad de reflexionar, de saber, más acceso a los conocimientos. Más libertad”
P. ¿Qué consecuencias ha tenido para la vida, y para la vida en libertad, este desastre estadístico y, sobre todo, humano?
R. La educación de las mujeres se planteó como una lucha de poder, también en el ámbito de las clases populares. Cuanta más educación, más posibilidad de reflexionar, de saber, más acceso a los conocimientos. Más libertad. Los grandes poderes, incluido el de la Iglesia Católica en España, tienden al absolutismo y no les interesaba que las mujeres, sobre todo, tuvieran acceso a saber más. En Asturias, de donde son mis padres, hubo lugares en los que la escuela llegó en el siglo XVII para los chicos y la de chicas no se abrió hasta el siglo siguiente. En Europa, en la época feudal, sin embargo, eran las mujeres las que aprendían porque los hombres iban a la guerra.
P. En su libro usted cita a doña Emilio Pardo Bazán preguntándose qué habría sido de su vida si en su tarjeta su nombre hubiera sido Emilio…
R. ¡Eso ocurre hoy todavía! Soy muy consciente de los prejuicios que yo misma he soportado como escritora, como intelectual… Porque yo tenía el pelo largo y los ojos grandes, había gente que dudaba de mi capacidad intelectual. ¡Y en mi casa no se hizo nunca distinciones entre el único varón y las tres chicas! Yo sacaba buenas notas en Matemáticas, para llegar luego, cuando ya tenía más de veinte años, a sentirme juzgada por mi aspecto. Me llamaban ñoña o cursi porque era una mujer escribiendo. Eso me dejó fuera de juego y me costó recuperarme.
Yo nunca había percibido que nadie fuera menospreciada por ser chica. Empecé a percibirlo primero cuando trabajé en televisión y después cuando empecé a publicar”
P. ¿Cómo se recuperó?
R. Con una fuerza de voluntad inmensa, y volviendo a esa seguridad en mí misma que me dieron la infancia y la juventud, ese tesoro que fue aprender la igualdad en casa, en el instituto y en la universidad. Yo nunca había percibido que nadie fuera menospreciada por ser chica. Empecé a percibirlo primero cuando trabajé en televisión y después cuando empecé a publicar. Me parecía insólito que me asociaran, siendo una punky, como dice mi hija, con alguien cursi o ñoño…
P. Si alguien culta como usted llega a tener esas dificultades, imagine el resto que le rodea en peores condiciones…
R. Así es, si yo lo he pasado mal en esta época, imagine lo que pasó con las hermanas Brontë o con la Pardo Bazón, o Mary Shelley, que tuvo que publicar como ánonimo su Frankenstein, un mito de la cultura contemporánea… Me parece que esas vidas son dignas de heroínas, víctimas de irrespeto intelectual por el sexo del que provienen. Es esa injusticia la que he procurado poner de manifiesto en mis libros. Si miramos al pasado a través del relato histórico que hemos estudiado vemos que este mundo ha estado protagonizado, para bien y para mal, por hombres. Una historia de hombres enarbolando la espada, mirando por un microscopio o por un telescopio, escribiendo, estableciendo leyes, cortando cabezas… Y, al lado, una masa gris, anónima, amorfa, que es el género femenino en su conjunto. Todo esto nos cala muy hondo, desde que somos pequeños.
P. Como citábamos antes, dice usted al final de ‘Las desheredadas’: “Estoy segura de que si Emilia [Pardo Bazán] se hubiera llamado Emilio, si ellas hubieran sido hombres, nosotras no existiríamos. Eso es lo que les debemos, lo que nos han legado, además de la belleza que crearon y la sabiduría que fueron capaces de compartir: la conciencia de que debemos seguir luchando para ser totalmente libres e iguales, por todas las que vienen detrás”. Es como un manifiesto…
R. Es un compromiso, una manera de abrazar lo que estas desheredadas han hecho para que seamos más libres y mejores. Eso es lo que nos han legado a las que venimos detrás.