En algún momento de esta novela de Luis Landero sientes que la luz que alumbra su sitio de trabajo en la casa en la que habita, en Olavide, Madrid, se ha trasladado de Alburquerque (Extremadura), donde nació hace 75 años para ayudarle a sentir que puede seguir siendo aquí el niño feliz de su infancia. Bajo la misma luz extremeña.
Con ese espíritu, y con esa luz, ha escrito una novela feliz, ‘La última función’. Desde que comienza, el libro es una ficción vívida, como si él la estuviera contando para que no se le vaya de la memoria. Él es el autor de ‘Juegos de la edad tardía’, con la que se estrenó en Tusquets en 1990, y desde entonces su prosa, la alegría de su prosa, no ha cesado de crecer, de hacerse adulta sin perder jamás la alegría de sus sucesivas infancias.
Esas infancias incluyen su juventud, su madurez y acogen este momento en que repasa las sucesivas edades de un amigo que iba para músico, fue gestor administrativo y ahora es el que protagoniza este resplandor literario que lleva como título ‘La última función’.
Lo entrevistamos en su casa, exactamente donde se aloja en este momento la simbólica luz de Alburquerque.
Desde el mismo título su novela predice un final: ‘La última función’.
Fue difícil encontrar el título, a ello me ayudaron amigos. Uno de ellos me dijo: “Por mi madre que este libro ha de llamarse La última función… El teatro es muy importante en esta novela, que además se divide en dos actos, primer acto y segundo acto. Y no es gratuito que aparezca el vértigo del teatro que encandiló a un amigo de mi infancia, Ernesto Gil, persona real que protagoniza el libro y con el que me he de ver estos días en la plaza de aquí al lado… De su amor por García Lorca, por ejemplo, que para él ha sido el poeta de los poetas, nace su pasión en cuyo desarrollo yo lo acompañé en giras que nos llevaron por Nueva York, Burdeos o Marruecos.
De ahí nace el libro, ¿y la historia?
La historial real no está inspirada en él. Pero a partir de aquella dedicación al teatro y a la poesía viene la inspiración que da sentido a la novela. El protagonista no quiere el éxito, sino que quiere ser artista, nada más, como decía Fernando Fernán Gómez. En mis tiempos queríamos ser actores, pero no pensábamos en el éxito. Queríamos vivir del arte, pero para ir tirando. Ahora el actor ya quiere ser famoso, desde el principio.
Desde la portada, esas maletas, ese automóvil de los 60, usted sugiere que el libro es un viaje…
Así es, el libro es un viaje…
Y parece pensado, hecho desde antes de ponerse a escribir…
Son dos historias independientes que se van uniendo al final. La de Tito [Ernesto] es una vieja historia que yo tenía en la cabeza: la del artista que no tiene éxito, ni en la gran ciudad ni en el gran mundo. Con ese desencanto vuelve al pueblo, ahí podría reivindicarse como artista. Con ese argumento se me cruzó la historia de mi amigo Tito. La otra historia, que es totalmente inventada, es la de una mujer que se equivoca de tren…. Ambas historias no tienen nada que ver entre sí, pero se van a unir… Yo no me olvido de lo que escribo, de modo que no hay manera de que aquello que empieza para juntarse no se junte al fin, y así pasa en la novela cuando va por la página veinte y cuando llega a la 150. Me gusta que haya ritornelos, ciertas resonancias que el lector pueda reconocer, porque eso crea como un mundo más cerrado. Siempre que venga a cuento, claro.
Escritores dicen que tienen envidia de su escritura. ¿Qué escrituras envidia usted?
¡Muchas! Envidio la sencillez y la espontaneidad creativa de Cervantes. La precisión y la capacidad evocadora que tiene Valle Inclán. El laconismo siempre tan sugerente, y tan lleno de ironía, de Borges… Envidio también la capacidad que tiene para sorprendernos Gabriel García Márquez, la perfección de Alejo Carpentier, el desaliño formal de Pío Baroja, el desgarro, la mala leche, de Miguel de Unamuno… Cada escritor tiene su modo de escribir, que es al fin y al cabo su manera de ver el mundo, que tiene que ver con su carácter y con su alma… ¡Me gustaría escribir como todos ellos!
En el caso de ‘La última función’, ¿la historia nace mientras la escribe?
No, no, no, ya estaba prevista. Novelas como esta no se pueden hacer sobre la marcha. Tiene una estructura muy clara… Estaba previsto, por ejemplo, que hubiera una representación teatral en el pueblo, que la dirigiría Tito y en la que estaría Paula, uno fracasado en el teatro y la otra fracasada en el amor. Y de pronto el amor y el arte redimen a estos dos seres de la que ha sido una vida que parecía vulgar. Es la cultura, el arte en general, lo que los salva.
A veces, da la impresión de que a usted mismo le han pasado estas cosas.
Son materiales que te ofrece la vida y que uno convierte en literatura. Paula es completamente de ficción. Tito existe, ya sabes. Su padre quería que fuera abogado, algo que mi padre también quería hacer de mí. El pueblo (el suyo, el mío) se fue deshabitando, y allá se quedaban, para él, para mi, las vivencias extremeñas… Esas macrorrepresentaciones teatrales que ahora son parte de la novela son las de nuestro pueblo común: hay un castillo precioso, en la representación medieval se junta gente que nosotros conocemos… Todo lo que va naciendo de aquella experiencia es muy cercano a mi, es el motor de arranque, el punto de ignición de la realidad. Toda imaginación se basa en algo, y de todo eso nace la novela. Y luego escribes. La vida te la tienes que ganar frase a frase, a partir de esos materiales.
Empieza con dos personajes, cada uno por su lado. Se encuentran 200 páginas más tarde… ¿A dónde va Landero con estas dos historias que parecen dos motocicletas cada una por su lado?
Landero no, ¡los narradores, porque es un coro el que lo está contando! Aquí está la música de los cuentos de toda la vida, como los de las mil y una noches… Como en una novela policiaca en la que todo ha de estar bien medido y todo ha de ser muy exacto para que no haya ningún desperdicio regresivo… Ha de mantenerse el tono coloquial mezclado también con un porcentaje de música culta. Parece a veces que se improvisa, pero todo está muy medido y todo es muy riguroso.
En distintas zonas de la novela, se dice que el mundo está bien hecho, que está mal hecho y que está nada más que regular. La felicidad coincide con esos vaivenes. Por lo que se lee en sus propias novelas, usted mismo tuvo una infancia feliz…
Si no hubiera sido por mi padre, el mundo de la infancia hubiera sido mejor todavía. Él fue el elemento sombrío de mi infancia porque él decía que la vida no había empezado todavía, y que ésta comenzaría cuando yo llegara a ser alguien… Ese sería el futuro. Pero, sí, salvo ese elemento sombrío mi vida, sobre todo mi vida en el campo, mi vida en el pueblo, fue muy dichosa… Yo creo que todas las vidas de los niños se manifiestan como en un estado de gracia, viven continuamente inspirados, no te cansas de vivir nunca… Como en Paula, la infancia acaba cuando aparece el temor, surge el monstruo del futuro y ya está ahí la maldición del pan y del sudor y te tienes que agarrar a la vida con el sudor de la frente… Es donde efectivamente se acaba la infancia y esa es la verdadera expulsión del paraíso. Cuando se acaba la época de impunidad, de protección y surge el monstruo de la realidad que se llama futuro.
Le escuché decir a un colega suyo que no habrá nadie que no vaya a enamorarse de este libro.
Joder, coño, qué bien. No hay nada mejor que le pueda ocurrir a un autor, que alguien se enamore de su libro… Cuando yo tenía 20 años, y hasta los 30, vivía en el asombro de leer, era cuando mayor maravilla sentía. Me enamoraba de Kafka, de García Márquez, de Borges, de Valle-Inclán… Era amores con libros, de Machado, de Neruda, de Juan Ramón, de César Vallejo… Eso te pasa y sientes una gratitud infinita porque se haya escrito ese libro, porque te ha hecho feliz y porque de algún modo te va a seguir para siempre. Es lo mejor que se puede decir, que te enamoraste de un libro.