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Eduardo Mendoza: “Los viejos intereses y los viejos impulsos que llevaron a Franco a gobernar cuatro décadas siguen ahí”

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), el autor de La verdad sobre el caso Savolta, ha escrito ahora, después de muchas novelas en las que se ha soltado como uno de los narradores más brillantes de la lengua española, una novela con cuya lectura ni él ni nadie puede parar de reír.

Se trata de Tres enigmas para la Organización (Seix Barral, como todos sus libros), que transcurre, como gran parte de su obra, en la ciudad donde nació, e incluye risa y rabia por igual, pues arranca del franquismo, época oscura de la que proviene la Organización singular que le sirve de centro de la narración, y se ocupa de lo que sigue siendo esta ciudad en la que nació.

Tanto en el libro, del que declara haberse olvidado cuando lo entrevistamos en el hotel Alma de Barcelona, como en la vida real, en la conversación, él mismo no paró de reír de las ocurrencias que animan un libro tronchante casi siempre, pero también ocupado de denunciar los vaivenes culturales y políticos de Cataluña.

El propio inicio de la novela, que tiene 407 páginas, ya enuncia el carácter que el libro ha de tener, hasta el fin, de modo que la risa (en la entrevista también) resulta una extraordinaria manera de burlarse de lo suntuoso que también es de hojalata. “Barcelona, primavera del año 2022. En la calle Valencia, a escasos metros del Paseo de Gracia, refulgente de hoteles suntuosos y tiendas lujosas de grandes marcas internacionales, casi enfrente del pequeño pero simpático museo de antigüedades egipcias, donde no faltan momias, sarcófagos y tablillas, así como un número indeterminado de figuritas, se levanta un edificio estrecho, de estilo decimonónico, fachada de piedra gris con algunos relieves florales, balcones alargados con barandas de herraje y zaguán oscuro…”

Esa es la geografía urbana de donde parte la trama que luego es un retrato de la ciudad entera, la misma que ha ocupado casi todas sus novelas y que él conoce como la palma de la mano, o de la escritura. Pero, nada más sentarse a hablar con el periodista, provisto de las numerosas cajas de Nespresso con las que acaba de satisfacer la próxima temporada de un muy cafetero, él declara que no sabe qué libro ha escrito. De hecho le pregunta al periodista qué libro ha escrito, y éste le dice: “Ha escrito usted por lo menos tres libros. Uno trata del franquismo, otro trata de este tiempo y hay uno más que trata de la vida cotidiana en una ciudad, que es esta en la que usted habita y escribe”.

– Sí, pero mira, a mí me da apuro ahora afrontar todas esas cosas. Y lo paso mal en las entrevistas porque de pronto no tengo nada que decir del libro. En realidad el libro salió solo. Es un libro hecho por otro. Yo había decidido no escribir más, que hay un momento en que se ha de parar… Hay gente que piensa “¿por qué no habrá parado ya este hombre?”. “¡Qué pena que no haya parado ya, después de su último libro, en lugar de ponerse con este, que no sólo es malo sino que ya es como los anteriores”… Todo eso pensé, y me dije: “No, no voy a escribir más”. Y al día siguiente, ya ves, pensé a qué iba a dedicar los días siguientes y me puse a escribir a lo tonto, a lo tonto. Y cuando me di cuenta estaba metido en la novela. Y no sé qué me ha salido.

– Ya le digo, le han salido tres libros.

– En todo caso, es como si fuera un libro hecho por otro.

En el momento en que el autor atribuyó a otro la escritura de su última obra, vienen los cafés y el periodista apaga el grabador, y cuando éste vuelve a funcionar ya no graba nada. Traicionado el redactor por la tecnología, Mendoza tuvo la gentileza luego de responderle a las preguntas que siguen. Puede formar parte este episodio en concreto de los sucesos que, en la novela, convocan a la risa… o al llanto. He aquí, pues, la conversación seguida por cuestionario.

A lo largo de toda la novela la escritura combina sátira y alegría. Y desde el principio usted no deja de hacer reír, y de reír. Como si estuviera acompañado por la inspiración de Azcona, Mihura, Berlanga o, por ejemplo, Mortadelo y Filemon.

Todos esos están muy presentes. Fueron parte de mi educación sentimental y literaria y nunca los he abandonado. Mihura es un referente, injustamente olvidado. Mortadelo ya me pilló crecido. Yo soy de la generación anterior: Don Pío, el repórter Tribulete, Doña Urraca. Siempre se vuelve al primer amor, como dice el tango.

“Yo no puedo tomarme las cosas tan a la ligera. Por eso me desahogo escribiendo lo que me gustaría decir, hacer y pensar”

Está lleno de jaculatorias que no abandonan nunca el terreno, y también el terreno político, que pisa. Entre esas jaculatorias le cito alguna. Por ejemplo, referido a un personaje citado: “La situación política de Cataluña se la pasa por el forro”.

Eso hace uno de mis personajes. Me gustaría poder decir lo mismo. Es la actitud que recomiendo. Yo no puedo tomarme las cosas tan a la ligera. Por eso me desahogo escribiendo lo que me gustaría decir, hacer y pensar.

 

Barcelona está de lleno en el libro, desde que empieza hasta que acaba. Esa Barcelona que describe es la de ahora, pero arranca de la que ya está en El Caso Savolta. ¿Qué parte de la evolución ha dejado sin su rostro a Barcelona?

Es un diagnóstico que no me atrevo a hacer. La Barcelona que yo descubrí, en la que me crie, ya es cosa del pasado. Hoy hay otra Barcelona. Mejor o peor no es un juicio de valor que una persona pueda hacer. Todo depende de lo que uno busque y lo que uno sea capaz de aportar. Sé que hay gente nueva, distinta, en barrios nuevos. Yo prefiero quedarme en casa.

La Organización a la que usted alude nace del franquismo, y hasta 2022, como se dice al principio, se mantiene ahí. ¿Qué permanece de Barcelona, qué se ha roto?

Espero que del franquismo quede poco. Pero algo queda, sin duda. La corrupción, supongo, aunque no creo que eso sea herencia del franquismo. Más bien el franquismo es herencia de la corrupción. Y los viejos intereses y los viejos impulsos que llevaron a Franco al poder y a gobernar cuatro décadas siguen ahí, claro.

“[Lo que pasó en Cataluña en 2017] dio origen a una grave fractura social, mucho sufrimiento y mucha energía malgastada. Quiero creer que el tiempo ha suavizado las aristas”

Entre los sucesos que marcan la ciudad está todo lo que pasó en torno a 2016. ¿Se ha diluido aquel fenómeno? ¿Qué huella ha dejado?

Otra pregunta que no me atrevo a contestar. Sé lo que sabe todo el mundo. No estoy en contacto con el mundo político. Lo que sucedió el 2017 es una mala reacción a un problema que lleva ahí desde hace siglos. Mal entendido y mal gestionado por todas las partes interesadas. En su momento dio origen a una grave fractura social, mucho sufrimiento y mucha energía malgastada. Quiero creer que el tiempo ha suavizado las aristas.

El escritor Eduardo Mendoza, el día de la entrevista. Elisenda Pons


Son 407 páginas turbulentas. Ahora que ya es evidente que es su libro, en el que hay franquismo, ciudad y tiempo, ¿entiende también que está escrito con un humor que sí es el suyo?

El humor es mío, sí. O yo soy suyo. Es el cauce natural de mi expresión literaria. A veces me he propuesto escribir en otra clave y al cabo de poco me he encontrado metido en esta atmósfera de humor. Supongo que es mi manera de ver las cosas.

 

Juan Marsé es un compañero y un antecedente de este modo de fijarse en los personajes.

Juan Marsé me enseñó muchas cosas. Una forma de narrar que en aquellos años no estaba de moda, pero era la que a mí me gustaba. Marsé tenía los mismos referentes que yo, y que muchos de mi generación: los tebeos, las películas del cine de barrio. Recuerdo haber comentado con él nuestro amor sin límites por Fu Manchú. También tenía un oído muy fino para el lenguaje de la gente. Con la forma de hablar de la gente de la calle podía contar la historia íntima de esa gente. Siempre he intentado hacer eso.

“En mi formación literaria están muy presentes los humoristas. Los de monólogo, micrófono en mano. Gila, Eugenio, Cassen. Y los grandes humoristas americanos vi en Nueva York cuando viví allí”

Este periodista ha subrayado algunas frases que son desternillantes. Espero que usted lo corrobore, o en todo caso, dígame cuál es el grado de risa que usted se otorga a la hora de escribirlas. “En una boda que se precie, en el Sudán no puede faltar una lata de berberechos Fernández?” “Como soy de familia acomodada me divierte un montón la vida de los pobres. ¿Cuánto tiempo lleva el yate?” “¿Tú con quién te identificas, con Sócrates o con James Bond?”

Me gustan las frases lapidarias y absurdas. En mi formación literaria están muy presentes los humoristas. Los de monólogo, micrófono en mano. Gila, Eugenio, Cassen. Y los grandes humoristas americanos que tuve la suerte de ver en Nueva York en la época en que viví allí.

 

Esa risa a la que usted nos somete surge también con solemnidades presentes, como el fútbol, Eurovisión, el Barça… ¿Se están rompiendo pasados de oro y ahora todo tiende a ser de hojalata?

No lo sé. Sólo sé que la hojalata está muy presente. Y es tan fácil consumir comida-basura que hay que hacer un gran esfuerzo para desenterrar un oro que nadie valora. No quiero caer en un discurso pesimista, pero me temo que hoy la educación (y no me refiero sólo a las escuelas y universidades) no hacen diferencias y se guían por la ley del mínimo esfuerzo.

Hay zonas del libro que alternan la risa con hechos que son más serios o preocupantes. El racismo, el supremacismo, y hay también alusiones a lo que la ultraderecha de la que proviene la Organización ha hecho de nuevo presente: que hay que limpiar España, o que se rompe España… La presente conversación nacional forma parte del libro. ¿Cómo ve usted este tiempo, o temporal?

 No me gusta. El griterío, el insulto y el descrédito como argumento político me produce urticaria. No tanto que lo usen los políticos, sino que lo usen porque eso es lo que les da dividendos. Porque es lo que la gente quiere oír. Si a todos nos reventara esa actitud, los políticos tendrían otra.

 

Barcelona”, dice el jefe de los personajes de la Organización, “recupera momentáneamente su antigua imagen: la ciudad provinciana, insana, sórdida, y petulante de mi juventud”, y acaba: “No nos dejemos llevar por la nostalgia. Lo mejor es enemigo de lo bueno y quejarse por lo que no tiene remedio es propio de viejos, es propio de idiotas”. ¿En qué momento está, Mendoza, esta ciudad de la que es mejor no guardar nostalgias?

 Cualquier cosa menos la nostalgia. El jefe de la Organización es hombre de tópicos y banalidades. Yo también, pero menos. Las ciudades cambian. No como nos gustaría. La pela es la pela. Pero yo le he sacado mucho provecho a esta ciudad. Ahora vivo más retirado. Otros vendrán que dirán cómo es este momento.



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