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Juan Villoro, escritor: “Para recordar necesitamos imaginación, porque es un acto creativo”


No suele decirse de un hombre que ha ganado con la edad, como si fuese regalía femenina madurar cual buen caldo de uva. Pues bien, de Juan Villoro es justo decirlo. Me refiero a ese físico esbelto que el escritor alza sobre un metro casi noventa. Será que por fin ha cicatrizado al padre o será cuestión de amor, como ocurre con este nuevo e inclasificable libro, La figura del mundo (Random House).

No le he preguntado, por pudor. Por pudor ha escrito Villoro unas memorias tempranas (nació en el entonces México D.F., año de 1956) emboscadas bajo la larga personalidad de su padre, el filósofo catalán Luis Villoro, oriundos los Villoro de la comarca de Matarraña, Teruel. Es también la memoria reciente de México, país culto y terrible, tan bello como cruel, y la de su infancia sonámbula. Vagaba el niño Juan dormido en las noches buscando tal vez que algún pródigo espíritu colmara sus ganas de saber, su incertidumbre aturdida.

Pero llega el 68 y Juan Villoro despierta, en la sacudida de la más violenta represión del movimiento libertario sucedida en el planeta. Conoce el miedo, en la figura del mismo padre, señalado y perseguido intelectual, y descubre por fin “que la vida es mejor por escrito”. Nace el escritor con 12 años pero el otro que ya era seguirá anhelando de por vida la infancia detenida. Sostiene su hija Inés que Villoro es un adulto con la fantasía de un niño de esa edad precisamente.

Guarda el escritor la memoria del padre impregnada de Agua Brava, aquel tan masculino olor de los años 60. Tal vez por ello deprende hoy Villoro hijo un aroma a muñeco de goma antiguo (pudiera ser un perfume Gaultier) que presta a sus pulcros ademanes un halo de ternura.

¿Los hijos de los intelectuales y artistas nacen huérfanos?, ¿eso viene a decir?

Yo no exageraría, hay escritores que han sido excelentes padres, porque perfectamente se puede ser un artista o intelectual y atender al mundo de las emociones. Pero es cierto que la abstracción y dedicación que requiere un trabajo de este tipo dificultan la tarea. Si eres un virtuoso del piano y estudias 12 horas diarias y tienes que tocar con orquestas de 20 países, difícilmente puedes llevar a tu hijo a comprar helados.

¿Esperó a cicatrizar ciertas heridas producidas por esa distancia de su padre?

Sí, el libro tiene heridas que yo he procurado presentar como ya cicatrizadas, y por eso me costó tanto trabajo y tardé tanto en ponerme a escribirlo. Si lo hubiera hecho hace 30 años, probablemente hubiera habido un memorial de agravios.

Usted, que hasta ha inventado un plato de pasta para su hija, ¿corrobora y asume como propio el desarreglo emocional de sus dos hijos?

Me lo pregunto todos los días, pero soy un padre muy diferente al que yo tuve, aunque no necesariamente mejor. Soy muy afectivo, porque crecí con mi madre que tiene un sentimentalismo a flor de piel. Soy padrastro de Juan Pablo y padre de Inés, y el veredicto lo darán ellos; sólo espero que tengan, como yo he tenido, el pudor de hacerlo después de mi muerte.

¿La infancia es destino ineludible? ¿No hay vuelta atrás de los 12 años?

Es nuestra cantera emocional, la de todos, y con ella puedes hacer cosas muy distintas. Con las carencias, por ejemplo: si perdiste un juguete que amabas y no has olvidado, para buscarlo puedes asaltar un banco o puedes escalar el Everest.

Es decir, ¿depende de tu personalidad y no vale aquello de soy así porque el mundo me ha hecho así?

Claro, es un destino emocional, pero cada uno decide si lo acepta o se rebela y elige exactamente lo contrario. Además, el pasado se repara, se redescubre. Este libro es una reparación del pasado. El recuerdo es una operación narrativa: selecciona lo que vale la pena, hace elipsis, olvida o evita según lo necesite. Es muy importante reconocer que para recordar necesitamos imaginación, porque es un acto creativo, tenemos que situarnos en el lugar de los hechos de forma imaginaria para volver a ellos y entonces construimos historias que son las que de verdad nos afectan. Cuando uno se busca en el pasado, se reencuentra, pero también se reinventa: el pasado no está quieto, tiene mucho futuro por delante.

Villoro, a los 12 años dejó usted de vagar sonámbulo y renunció al azúcar, en el mágico y trágico año del 68: ¿ahí le nació la conciencia?

Ahí conocí el miedo, más que la convicción. Empecé a pensar que mi padre era un agente soviético: no entendía que se manifestara en las calles cuando todos los medios, controlados por el Estado, hablaban en contra del movimiento del 68. Decían que México estaba infiltrado de comunistas que querían impedir las Olimpiadas de ese mismo año. Mi padre tenía prohibida la entrada a EE.UU. por su apoyo a la Revolución Cubana, estaba en el libro negro de los enemigos del imperio. Y yo entonces desconfió de él, y me rebelo porque siento que él y toda la familia estamos en peligro. Mi padre había sido uno de los líderes del 68, y tras la atroz represión (la matanza de Tlatelolco, unos 150 muertos) y la consecuente persecución, en lugar de esconderse decide ir conmigo a ver todos los juegos olímpicos. Se pega a mí, y ahí sucedió mi maduración. Pero todo esto sólo lo entendí escribiéndolo.

De hecho, ¿le debe usted la vocación de escritor al silencio y el misterio que rodeaban a su padre, el filósofo Luis Villoro?

Él se relacionaba con el mundo a través de los libros, y para que me tomara en cuenta tenía que darle el objeto mágico de su interés.

Su primera voluntad sin embargo fue la de ser médico, ¿eligió pues la literatura para ser querido?

Bueno eso decía García Márquez. Es una forma al menos de manejar las emociones; la literatura trabaja con afectos: se trata de plasmar en emociones las historias que valen. El objeto de este libro es trasvasar las acciones de mi padre en emociones, algo que él no hizo, las emociones le ponían nervioso. Y sí, tuve de niño una gran vocación por la medicina.

De hecho no fue un niño muy lector, hasta los 14/15 años, y a partir de ahí se aplicó a fondo: descubrió “que la vida mejora por escrito”, se convirtió en lector “crónico” y estudió en talleres extraordinarios, como el de Augusto Monterroso. ¿Es usted un escritor muy esforzado?, ¿piensa mucho su literatura?

La relación de mi padre con lo infantil era muy curiosa: él había traducido El principito, que nos hubiera unido mucho como niño y filósofo, pero jamás me lo contó. Me contaba La Odisea y me hablaba de las Guerras Púnicas. No sabía que la infancia es un mundo y un fin en sí mismo, para él era una antesala de la edad adulta, nada más. Creo que el escritor debe esforzarse lo suficiente para que no lo haga el lector. Pocas cosas son más artificiosas o difíciles que la espontaneidad literaria, que no es sino una ilusión: cuando un texto nos suena natural, es fruto de un esfuerzo porque así sea. No es que sufra mucho escribiendo, porque disfruto corrigiendo. Creo que la diferencia entre un escritor y alguien que escribe por accidente es que al primero le gusta más corregir que hacer la primera versión. Hago siete versiones, y me divierte, pero el efecto final ha de ser que solo pudo ocurrir de esa manera.

Sus asuntos, géneros, oficios, palos son, como usted mismo admite, “dispersos”. ¿Es el profesor Zíper no solo quien más aventuras ha vendido sino con quien más se identifica de todos sus personajes?

Sí, es mi forma voluntaria de regresar a la infancia y liberarme. Doy rienda suelta a todas mis manías y pulsiones. Mi hija un día me preguntó, ¿sabes cómo serías tú si tuvieras 12 años? Y yo, ¿cómo? Pues idéntico pero calvo y con barbas; o sea, es la edad mental que me confiere mi hija.

Le ha dado a estas memorias la forma de una biografía de otro, su padre, ¿por pudor?

No quería ser la figura central: sufrimos una sobre exposición del yo, una sobredosis de auto ficción y periodismo selfie, donde el cronista se convierte en el protagonista indiscutible.

“La autoficción es ideal para escritores con más problemas que talento”. sostiene. ¿Qué ocurre cuando la memoria del escritor dicta estos conflictos a su imaginación y el resultado es una literatura fabulosa?

El escritor siempre está en lo que escribe y de otro modo no vale la pena: sin pasiones personales ni una tortilla puede ser sabrosa. Cuando escribes ficción, estás utilizando máscaras para decir la verdad. Las máscaras, lejos de ocultarte, te revelan. Lo mismo sucede en la interpretación.

¿El problema sería que abusamos de ello?

Sí, de vernos en el espejo: el móvil se ha convertido en el espejo de Narciso: creemos reconocernos ahí cuando simplemente estamos siendo hipnotizados por el espejo, como Narciso devorado por su propio reflejo. Con ello juegan los algoritmos: mi esposa suele seleccionar cosas que no le gustan, y dice: quiero engañar al algoritmo para que no me manipule. Porque la paradoja es que no se trata de una afirmación real del individuo, sino un mero reflejo del consumo social.

“El destierro no tiene un fruto para medir el tiempo”, el desterrado no planta naranjos para echar raíces. ¿Heredó usted ese sentimiento de su padre?

En cierta forma, porque él hablaba con mucha nostalgia del mundo de su infancia en Barcelona, era su Edén perdido. Así que yo me vine a vivir a Barcelona a buscar parte de mis raíces, y descubrí que hay un pueblo en la Matarraña aragonesa, La Portellada, donde dos tercios de la población se apellidan Villoro. Si a esto añadimos que México es un país tan apasionante como conflictivo, mi vida ha sido un continuo viaje de ida y vuelta.

Buscó permanentemente una identidad, dice. Pero ¿no es la identidad un artefacto muy peligroso?

Son artificios colectivamente compartidos en un período y momento sociopolítico. Asumimos una identidad, que es una construcción cultural. Mi padre por ejemplo encontró su nueva identidad en los pueblos indígenas: Chiapas fue su personal Cartago. Empezó estudiando a los frailes ilustrado que mediaban con los indios y terminó convirtiéndose en una especie de Fray Luis de las Casas: la causa indígena le permitió pasar de la reflexión a la acción directa. La mayoría tenemos una identidad inculcada, somos fatalmente de un lugar, y creo que es muy valioso asumir voluntariamente una pertenencia. Antes aún había descubierto a los republicanos en México, que también son cartagineses, y es ahí cuando cambia de bando, porque su familia y su educación eran de derechas.

¿Perdió España a sus exiliados?

“España, última provincia de sí misma”, decía José Gaos. El exilio de grandes intelectuales benefició muchísimo a países como México.

¿Tiene remedio México?

Estamos en uno de los años más violentos de nuestra Historia: luchar por la verdad y por la diversidad son tareas de alto riesgo hoy. Pero la esperanza no depende de recibir una motivación objetiva: es una obligación ética. No sé si México va a mejorar, pero sin duda debemos intentarlo. La esperanza no es una fe ciega ni algo que te cae del cielo, sino una gramática que se conjuga día a día.

¿No es esquizofrénico crecer sobre una cultura e historia ubérrimas y a la vez ser el territorio del miedo, el narcotráfico, el feminicidio, el terrorismo de Estado y otras inenarrables atrocidades?

Siempre recuerdo la frase que Orson Welles dice en la película El tercer hombre. Se pregunta qué le han dado al mundo la estabilidad y la paz de Suiza: “El reloj cucú”, responde. En cambio, la corrupción, las intrigas y las guerras de Italia produjeron el Renacimiento. El mejor arte puede salir de una sociedad convulsa; pensemos, tan solo, en la gran novela rusa.

Su padre sin ir más lejos fue uno de los 6 asesores áulicos del primer intento presidencial de López Obrador, que como bien predijo el comandante Marcos “no iba a transformar México”. ¿Algo ha cambiado con su gobierno?

López Obrador ha tenido logros importantes, como suspender la Iniciativa Mérida, que permitía la injerencia militar y estratégica de EE.UU. en México. Pero en nombre de la izquierda, ha ejercido un gobierno caudillista.

Villoro, ¿también se siente huérfano en la literatura latinoamericana, en medio del boom y del crack?

Me siento cómodo en el espacio que me ha tocado. El boom fue un fenómeno político y de mercado que coincidió con la aparición de grandes escritores. Pero la generación anterior me parece más relevante. A ella pertenecen nada menos que Onetti, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Borges, Bioy Casares, Elena Garro, Octavio Paz y Rulfo. Y la generación posterior también es notable, con Piglia, Saer, Eugenio Montejo, Ibargüengoitia y Pitol, entre otros. A veces la mejor literatura no hace tanto ruido mediático, pero cala más hondo.

Y para terminar: ¿seguirá escribiendo su perenne carta al padre o es La figura del mundo el epílogo de esa correspondencia? ¿Punto final?

Ha llegado el momento de pasar página. Puse mis pasos en las huellas de mi padre y la mejor forma de honrarlo es seguir caminando por mi cuenta.

‘La figura del mundo’

Juan Villoro

Random House

272 páginas

21,90 euros



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