De Alain Delon, sin ninguna duda la estrella masculina más deslumbrante del cine francés, lo sabemos a estas alturas todo. O casi. Conocemos bien su infancia turbulenta y el fugaz paso de un colegio a otro, expulsado siempre a causa de ese carácter tan poco dócil que le acompañó toda la vida; el servicio como paracaidista en la Guerra de Indochina; su nocturna amistad con el actor Jean-Claude Brialy, que, invitándole a acompañarle al Festival de Cannes, le abriría las puertas del cine; sus muchos amoríos, a menudo malhadados, con Romy Schneider, Nico, Dalida, Lana Wood, Mireille Darc, Anne Parillaud… Y sus tres hijos legítimos –Anthony (fruto de su único matrimonio, con la actriz y escritora de origen español Nathalie Canovas), Anouchka y Alain-Fabien (ambos de la modelo neerlandesa Rosalie van Breemen)– más otro nunca reconocido, Ari, que tuvo con Nico.
También sabemos de sus negocios, muy diversos y a veces no demasiado boyantes, como el establo de caballos de carreras, sus marcas de gafas de sol y ropa o la promoción de veladas de boxeo. Y, por supuesto, el militante apoyo brindado al Frente Nacional de Le Pen padre, a quien fue una de las primeras celebrities en respaldar públicamente. Igualmente público es que, en la cima de su carrera, en 1970, adquirió en subasta el manuscrito original del célebre L’Appel du 18 juin, el discurso que general De Gaulle dirigió a sus compatriotas tal día de 1940 exhortándoles a resistir frente al invasor alemán –por el que pagó la nada desdeñable cantidad de 300.000 francos de la época–, para donarlo a la nación. E incluso que, pese a ese fogoso patriotismo, en 1999 obtuvo por fin la rentable nacionalidad suiza.
Hasta aquí un breve esbozo del hombre que de ningún modo consigue representarle. Para tratar de completar un retrato resulta imprescindible dibujar su dimensión esencial, que no es otra que la de icono. Y es que, con permiso de su amigo Jean-Paul Belmondo y la bendición del padrino de ambos, Jean Gabin, Delon fue no sólo el actor más emblemático del cine galo, también –sobre todo– un auténtico mito, dentro y fuera de la pantalla. 1960, año del estreno de A pleno sol, según la célebre novela de Patricia Highsmith, y del de Rocco y sus hermanos, de Luchino Visconti, uno de sus grandes valedores, sino el mayor, marcó el inicio de su éxito internacional.
A lo largo de las dos siguientes décadas trabajaría con cineastas de la talla y el talento de Michelangelo Antonioni, Visconti de nuevo, Jean-Pierre Melville, Louis Malle, Valerio Zurlini y Joseph Losey en un puñado de obras maestras: El eclipse, El gatopardo, El silencio de un hombre, Historias extraordinarias, Círculo rojo, La primera noche de la quietud y El otro Sr. Klein. Y aún debía de encontrarse con Godard, en Nueva ola (1990). También lo hizo, claro, con peritos del séptimo arte, como Jacques Deray, Henri Verneuil, Christian-Jaque y René Clément, responsables de taquillazos como La piscina, Gran jugada en la Costa Azul, El tulipán negro, ¿Arde París?, El clan de los sicilianos, Borsalino, etc.
Lo que no consiguió, en cambio, fue triunfar al otro lado del Atlántico. Todas y cada una de sus tentativas en Hollywood fueron sonoros batacazos, en gran parte por su deficiente dicción del inglés. Al principio de su carrera, tras un screen test favorable, el legendario productor David O. Selznick le ofreció su primer contrato –en exclusividad– con la condición de que aprendiese el idioma. Nunca llegaría a dominarlo. Él mismo se lo confesaba, a mediados de los años sesenta, a un periodista de Los Angeles Times: “Por culpa de mi acento ni siquiera puedo soñar con interpretar a un norteamericano”. Por mucho que lo intentó, Texas, Sol rojo, Scorpio, La chica de la motocicleta o Aeropuerto ’80 se encuentran entre los mayores bodrios de una extensa filmografía que supera el centenar de títulos. La excepción sería Mando perdido (Los centuriones), honesta adaptación del bestseller de Jean Lartéguy dirigida por el solvente Mark Robson y con un reparto de relumbrón, en el que destacan Anthony Quinn, Claudia Cardinale, Maurice Ronet, Jean Servais, George Segal y Michèle Morgan. Para la historia quedará su efímera candidatura para interpretar al mismísimo T. E. Lawrence en Lawrence de Arabia, tan auténtica como descabellada.
Desde que tuvo el poder de controlar su carrera, a partir de la década de los 70, le gustó cultivar una imagen cinematográfica de tipo duro, frío y profesional. Y, así, se especializó en encarnar a personajes escurridizos y de pasado turbio, seductores de la vieja escuela que jamás rehuyen una pelea. Unos mejor perfilados y otros más unidimensionales y tópicos, pero todos cortados por el mismo patrón. El epítome de todos ellos es el Jef Costello de la ya citada El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967), su interpretación favorita y el papel con el que alcanzó la eternidad fílmica.
En su libro-conversación con Jean-Pierre Melville, Rui Nogueira recoge cómo el actor llegó a aceptar aquel papel: dudando de que una estrella de su talla dijera sí a un papel tan sobrio y parco en palabras, Melville le hizo llegar el guion. Tampoco podía pagarle ni mucho menos su caché. A pesar de que Delon le prometió leerlo con atención, el director no quería hacerse falsas esperanzas. En cambio, el actor le invitó a su casa y le mostró la katana que adornaba su dormitorio; estaba entusiasmado con la larga secuencia inicial sin diálogo. Y tal fue la camaradería que surgió entre ellos que no sólo harían juntos El silencio de un hombre sino que repetirían en Círculo rojo y Crónica negra.
Aparte de las anteriores, las mejores cintas en ese mismo género, el polar (como en Francia se conoce al género policiaco), son las notables Dos hombres en la ciudad, Tres aventureros y Adiós, amigo. A caballo entre los 70 y los 80, igual que otras grandes estrellas cansadas de batallar con jóvenes cineastas, Delon, que ya había producido decenas de sus películas, decidió pasar al otro lado de la cámara. Gran amante de la serie negra, dirigió tres polares de los cuales solo del primero, Por la piel de un policía, escrito junto al imprescindible novelista Jean-Patrick Manchette, merece la pena acordarse.
De Alain Delon, decíamos al inicio, lo sabemos ya todo. O casi. Y es posible que lo que no conocemos, sus secretos más recónditos, la profundidad de sus sombras y miserias, salgan a la luz en los próximos años. Pocas cosas se llevan tanto hoy como la desmitificación airada. Probablemente a él, que en vida trató siempre de dar la imagen de hombre distante y un tanto indolente, no le hubiese desagradado ese escenario. No en vano él mismo, en el curso de una entrevista, realizó un somero juicio de su propia existencia: “En la vida he recibido más bofetadas de las que he dado”.