Con “El brazo de Pollak”, el alemán Hans von Trotha (1965) teje una interesante metáfora de la civilización y la barbarie, por medio de un hombre que habiendo dedicado su vida al arte atraviesa una situación límite bajo la amenaza del Holocausto y con la Segunda Guerra Mundial de fondo. Ludwig Pollak, un judío nacido en Chequia, era conocido por su experiencia en antigüedades y por haber dirigido durante años el Museo Barracco de Escultura Antigua en Roma. La acción transcurre en 1943, después de que Italia capitulara y los nazis anexaran la parte del país no ocupada por los aliados. El narrador del que se vale Von Trotha es un alemán maestro de escuela llamado K., quien, atrapado en Roma, es enviado por funcionarios de la iglesia para evacuar a Pollak, que en ese momento tiene alrededor de 70 años, y llevarlo al Vaticano, donde recibirá asilo. Ya no es un secreto que los nazis planean arrestar a la población judía romana del gueto a la mañana siguiente, por lo que el encargo de K. es urgente; sin embargo, encuentra al viejo anticuario extrañamente reacio a acompañarle. La novela relata la noche tensa pero apasionante, llena de amenazas y de peligro, en la que el enviado de la Iglesia escucha al anticuario rememorar su vida. El nudo narrativo está en la rica conversación atenazada por la inquietud que mantienen, fruto de una decisión inusual en un momento crucial.
En la realidad, Pollak (1868-1943) había descubierto en Roma, a principios del siglo XX, el brazo derecho que faltaba en la famosa estatua helénica de mármol de Laocoonte. Nacido en Praga, al coleccionista le distinguía una brillante carrera en la ciudad eterna, su amada terra benedetta. Inmerso en el espíritu y la obra de Goethe, director de un museo querido y prestigiado, solo cinco lamentables años de exilio interrumpen su felicidad, cuando, durante la Primera Guerra Mundial, Italia cuenta como enemigo. Luego llega el anhelado regreso. Al recordar su carrera, explica cómo, al tratarse de un judío, no podía ser académico y, por tanto, se ve obligado a asumir un papel comercial. El suyo, le cuenta K. a Monseñor, era un mundo de genios en las sombras, concertistas que por razones raciales tocaban el segundo violín en una orquesta.
En sus recuerdos, el anticuario se ve en la Piazza Montanara, rebuscando con otros coleccionistas entre las polvorientas ofertas de pequeños comerciantes, chamarileros e intermediarios. El brazo de mármol de Laocoonte, doblado por el codo, resulta ser un hallazgo extraordinario. La estatua principal, ese conjunto monumental de un hombre y sus dos hijos, retorciéndose de dolor mientras son atados cada vez más fuerte por serpientes entrelazadas, ya no podía interpretarse como heroica; menos aún irradiaba el veredicto noble de tranquila grandeza otorgado por el arqueólogo fundador Johann Joachim Winckelmann. El troyano Laocoonte, con ese dinamismo tallado en el mármol, parecía agitarse en su agonía, expresando un sufrimiento humano extremo. Comparable incluso a la Crucifixión. De hecho, el rostro de Laocoonte es la angustia encarnada y, según el coleccionista judío, se puede entender por qué los sacerdotes vaticanos de la Contrarreforma veían en él reflejado el sufrimiento de Cristo.
Las dos historias principales de Pollak, pasado y presente, se entrelazan con una tercera que nunca presenciamos y que es el cerco de los judíos de Roma. En el modo brutal en que los ciudadanos detenidos son metidos en el tren que los llevará a Auschwitz resuenan, según el autor del libro, ecos terribles del padecimiento humano de Laocoonte y sus dos hijos, Antífante y Timbreo. “El brazo de Pollak” está impregnada de ese clasicismo romántico de Weimar, incluida la obra de Schiller, amigo de Goethe. Ambos autores buscaron explicar el papel de la belleza artística y lo sublime. Estaremos a salvo mientras sigamos leyendo a Goethe, viene a decirnos Pollak. Goethe es cultura, Praga su hogar y el judaísmo su destino. El triste testimonio del exterminio de la familia del anticuario judío acaba siendo la nube que se cierne sobre esta lúcida obra de ficción histórica envuelta en suspense.
El brazo de Pollak
Hans von Trotha
Traducción de Jorge Seca
Periférica, 166 páginas, 18 euros