“Mis camaradas soldados se han quedado sin cerveza. Por favor, ordena que nos envíen un poco”, apostillaba un decurión en una carta a su prefecto escrita en una tablilla de madera hallada en Vindolanda, uno de los fuertes construidos en el muro de Adriano, en el confín del Imperio romano en Britania, hoy en el condado de Northumberland. No extraña la petición, hará unos 18 siglos, de la cerveza, muy popular entre la soldadesca de las legiones, pues la otra bebida que el Ejército les daba era vino, sobre todo el amargo y avinagrado ‘acetum’ o la aún más barata ‘posca’. Es esta una de las interioridades de la vida alrededor de aquella colosal obra de ingeniería, construida en el siglo II por orden el emperador que lleva su nombre, que desvela en el libro ilustrado ‘El muro de Adriano’ (Desperta Ferro Ediciones) el doctor en historia antigua por Oxford Adrian Goldsworthy (1969).
Fue “una construcción singular, diferente a cualquier otra frontera romana. En ningún otro sitio se erigieron unas defensas tan elaboradas ni a una escala tan monumental”, escribe el historiador sobre el bastión que dividía el norte de la actual Gran Bretaña de costa a costa a lo largo de 118 kilómetros, con un foso ancho y profundo y pespunteado por 15 fortalezas con guarniciones romanas permanentes, que estuvo operativo durante unos tres siglos.
El muro de Adriano, cuyos detalles vislumbran en el libro fotos e ilustraciones de Peter Connolly y Graham Summer, separaba la provincia romana de Britania de los pueblos bárbaros, pictos y caledonios del norte, tribus en continuas luchas internas por el poder. La región se percibía “como una seria amenaza militar”, pero el muro no se diseñó para afrontar o impedir ataques a gran escala de un enemigo fuerte y numeroso, pues su larga extensión impedía que los defensores pudieran defender todo su trazado, sino para disuadir de cruzar y, sobre todo, ralentizar el paso y el avance del asaltante y permitir así a los romanos movilizar tropas del resto de la provincia si era necesario. A ello ayudaban el foso, los obstáculos (estacas afiladas, postes y montículos) y la orografía, que en algunas zonas se alzaba en acantilados.
Bajo el pavimento de un barracón se halló el esqueleto de un muchacho, probablemente asesinado
Donde el muro cobra más sentido, asegura Goldsworthy, “es en las agresiones de pequeña intensidad, como las incursiones de saqueo“. “Podía escalarse, pero impedía el paso de los caballos, lo que restringiría la movilidad de los asaltantes”, añade. Si estos lograban pasar y hacerse con un botín, luego debían volver cargados con lo saqueado, lo que era dificultoso si se trataba de animales de carga o prisioneros como mujeres y niños. Y ahí estaban los romanos para interceptarlos, como recuerda el altar dedicado a “Quinto Calpurnio Consesinio, prefecto de la caballería, tras masacrar a una banda de corionototas”, un pueblo del que poco más se sabe.
Alrededor de cada base militar florecía un asentamiento civil que podía adquirir el estatus de ‘vicus’ y cierto autogobierno. Eran “lugares concurridos y bulliciosos” pues “la población de toda la región creció considerablemente tras la construcción del muro”, afirma el historiador. Así era en el fuerte de Vindolanda, cuya excavación es hoy visitable. Los comerciantes seguían a las legiones y muchos soldados tenían en barracones aledaños a sus familias, como certifican objetos y zapatos hallados, o lápidas de esposas, amantes o hijos. Entre ellas, la de Julia Materna, “queridísima hija” de 6 años, o la de “Ertola, formalmente llamada Velibia, que vivió de lo más feliz durante cuatro años y 60 días”, grabada junto a la representación de una niña con una pelota.
Invitación de cumpleaños
El Ejército, con centinelas de guardia día y noche, regulaba la zona. “Sin duda, la vida junto al muro de Adriano podía llegar a ser descarnada y, a menudo, fue indecente y dura”, afirma Goldsworthy. No faltan pruebas de asesinatos descubiertos por los arqueólogos a escasos metros de las murallas del fuerte: cadáveres de una pareja de ancianos enterrados que seguramente se dieron por desaparecidos, o el esqueleto de un muchacho bajo el pavimento de un barracón de Vindolanda. Sin embargo, probablemente, la mayor parte del tiempo reinaba una sensación de seguridad que permitía una vida social que emulaba la de Roma, aunque con menos comodidades. Lo certifican, por ejemplo, algunas lujosas casas o una tablilla de una mujer que invita a su hermana a su cumpleaños. “Te envío una cordial invitación para asegurarme de que nos acompañes, pues tu llegada me hará el día más agradable, si estás presente”.
Los fuertes tenían una planta en forma de naipe de esquinas redondeadas y cuatro accesos. La entrada principal se abría a la ‘via principalis’, a la que daban diversas calles con edificios que albergaban tiendas, tascas o talleres para reparar y fabricar armas y arreos, tareas que hacían los propios legionarios y sus auxiliares. Y tenían letrinas y termas, pero no había comedores oficiales y los soldados tomaban el desayuno y la cena en los barracones. Aunque también podían comer y beber en las tabernas, además de jugar a dados, apostar (se han encontrado dados trucados y monedas falsas) y contratar prostitutas.
Una guarnición casi vegetariana
El Ejército les distribuía la comida cruda y sin procesar, así que eran los propios legionarios en grupo, o sus esclavos o esposas si tenían, los que molían la ración diaria de cereal para convertirlo en harina y cocinar. Completaban la dieta con caza y pesca y adquirían con verdura, legumbres, fruta y huevos. El análisis de los desagües de una letrina del muro descubre a una guarnición prácticamente vegetariana. Durante las campañas, apunta Goldsworthy, lo que estaba a la orden del día eran las galletas secas -‘bucellatum’- y el tocino salado. Las tablillas descubren por ejemplo al esclavo Severo de Vindolanda que recomienda a Cándido, propiedad del prefecto Genial, que traiga rábanos. En otra, aparece ‘una lista de la compra’ que cuesta imaginar en un hogar romano modesto: “Habas, dos modios; pollos, veinte; un centenar de manzanas, si logra encontrarlas de buena calidad; un centenar de huevos, o dos centenares si están a buen precio (…), 8 sextarios de salsa de pescado (…), un modio de aceitunas”.
La visita de Adriano
Se asume que el emperador Adriano ordenó construir el muro tras la visita que realizó en el año 122 a la región, donde se quedó algunos meses, pero el historiador apunta que es posible que el proyecto se ideara y empezara antes y que la visita imperial tuviera como objetivo supervisar los progresos. A Adriano, apunta, le fascinaba la arquitectura y diseñó edificios enormes, como la reconstrucción del Panteón de Roma.
Hoy, el 90% de la estructura del muro de Adriano, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, no es visible a simple vista. Solo el sector central, que serpentea entre cordilleras, aun así, afirma el historiador, sigue siendo el mayor monumento del Imperio romano conservado y uno de los yacimientos más visitados.