Un balazo
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A mí, como a todos los de mi quinta en aquel colegio, la profesora de lengua y literatura (la ligazón de estos dos conceptos es una burrada tan grande como la de "sexo y violencia", pero así nos lo inculcaron y, sin pensar, nos lo comimos) me obligó, con doce añinos, a leer en una Semana Santa a Gonzalo de Berceo. Les juro que Carlinos –que así me llamaba de aquella– no había hecho nada para merecer tortura semejante. Una cosa logró aquella impía: que tardase cuarenta años en leer poesía, si exceptuamos lo de fusilar versos de Bécquer en los albores de la pubertad destinados a Pili, mi primer amor arrebatado, aunque jamás se los entregué, es más, ella nunca supo de mi pasión incendiaria –siempre fui un poco corto–, con lo que evité el riesgo de ser denunciado por el tal Bécquer, qu...