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Sol Mariño, poeta: “Quiero que la palabra ‘tierra’ sea a la vez una denominación, una canción y un grito”

Su libro, As alas da serpe (‘Las alas de la serpiente’), tiene 131 páginas pero una gran cantidad de lecturas. Puede ser un poema solo, o una multitud de ellos, o la crónica de un viaje peligroso por América del Sur (Argentina, Brasil), o un concierto que se diera a sí misma en la Costa da Morte o, por ejemplo, el recital que ofreció hace dos semanas, por Tirso de Molina, en la Librería Enclave de Libros, en Madrid.

Ese vendaval sonoro, que parecía traído de las almas gallegas que la acompañan, partió de su voz y de la música de Pablo Caamiña U. y Marta Seco, sus amigos. Los instrumentos, basados en hallazgos que parecen cuadros abstractos, los fueron acompañado hasta el final con la eficacia literaria que tiene la música. Cuando la gente los aplaudió al final, parecía que todos los presentes estábamos bajando de un barco que hasta ese momento rugía como el peligro en esa escarpada costa gallega.

Esa música sonaba con el estruendo interior que tienen las baladas cuando suenan en el fondo del mar, de donde proviene la voz de esta poeta, Sol Mariño. Ahora tiene 37 años y la mirada de un ave solitaria que, a esta hora del mediodía, en Lavapiés, cuenta como si aún estuviera en el estrado, diciendo en gallego qué brumas alimentan su canto. Ahora la alimenta, provisionalmente, “la bruma de Madrid, las aliteraciones que provienen de la poesía contada para que sea música”.

Son músicas, no es una música sola, igual que los instrumentos que la acompañan parecen una orquesta sonando sobre un navío. Ella se enamoró, en aquellos viajes, de la Capoira brasileña, del Birimbao que viene de Angola… Esas raíces africanas son “el ritmo base, repetitivo, mágico, que escuchaste en el concierto”. Su poesía convive con ese aire que se te queda en el oído del mismo modo que su ritmo percute siempre, cuando se lee su poesía, “como un alambre que se escapara de las ruedas de los coches…”. Su lenguaje, el que viene en sus poemas y el que hay en su voz, hasta cuando pide un café con leche, tiene siempre presente las palabras monte o tierra… El énfasis con el que comparto la palabra tierra es porque quiero que sea a la vez una denominación, una canción y un grito”. En su poema Nega Velha, donde se alternan tierra sola (sozinha), hay cinco versos que dicen (y que ella casi canta mientras suenan los instrumentos que le regalan sus músicos) lo que la tierra explica: “En el medio del bosque hay un claro/ no tan claro/ allí investigo la alegría/ y el latir de mi sexo/ en esta tierra sin suelo/ que pisar”.

Sol Mariño acaba de publicar ‘As alas da serpe’. ALBA VIGARAY


En el concierto, esa voz que suena así, sin vuelo en el verso, es a la vez un eco que se va desvaneciendo igual que si se produjera en lo de dentro de un bosque, por ejemplo, en Vimianzo, donde ha vivido y donde tiene su memoria de niña. Valarés, uno de los poemas que parecen hundir en el barro memorias que vienen del subsuelo, contiene este tesoro inquietante: “Me ahogué en la playa de Valarés/ a los 33 años/ la fiesta de gritos de la infancia apagó/ mi último aliento”.

A la entrevista fui con otros subrayados, pero me quedé mirándola hablar, como si la adolescente que fue estuviera presente en medio de las compuertas oscurecidas del otoño de Madrid. Esa tierra que acompaña sus versos es, por mucho rato, la materia de lo que cuenta. Cuánta tierra, le digo, hay en estos sonidos de la poesía. “Meter las manos en la tierra es como revolver la raíz que me lleva a Vimianzo, el rumor de las vacas de las vecinas con las que iba a recoger la hierba, o a buscar el maní… Un recuerdo que sale muy de lo interno, no pertenece a ninguna memoria en concreto”.

Esa voluntad de tocar la tierra, de comérsela si acaso, estuvo presente en el concierto y ahora forma parte de su conversación. El café con leche se ha quedado frío, ella habla y calla a la vez… “Hacer el recital fue como tocar tierra, rememorar muchos de los cambios que ha habido en la vida… Recitar es como volver a mi eje, como estar en la tierra, como llegar a mi casa, como ser tierra…” Durante años, en Argentina, en Brasil, vivió “épocas complicadas, pero siempre podía ponerme a salvo, en medio de rutas solitarias a través de las cuales podía hacer lo que quisiera, o volver atrás, porque volver atrás no es rendirse, y además no hay fracaso porque siempre podía elegir, seguir o volver, hacer lo que deseara, ir al límite incluso, vivir imaginaciones que luego fueron hechos. Hubo compañeros y compañeras de los que aprendí, y viví alegrías anarquistas, un aprendizaje inmenso”.

“Siempre estuvo en mi casa la poesía”. En el concierto, su padre, el poeta Manuel Rivas, le hacía fotografías; su madre, Isabel Mariño, le regalaba la sonrisa de dentro, y ella le decía ahora al periodista: “Allí, en la casa, estaban los libros, los discos en los que sonaba la voz de mi padre recitando. Estaba también su forma de escribir y de dedicar los libros, con dibujos”, como los que ella practica ahora… Su vida en Urroa, Vimianzo, el árbol que plantó con su tía María, la naturaleza que marcó su vida, la llevan a tocar otra vez la tierra. “Es una brutalidad que la naturaleza esté tan desconsiderada, es miserable el trato que recibe, cómo se puede vivir sin sus ritmos”.

Estuvo siete años por esos mundos, “viajando, dejando escondidas mil huellas, buscando palabras de Argentina, de Brasil… En Brasil fue como volver a casa, agarrar aquellas palabras como si fueran un abrazo en la intemperie…” ¿Por qué se fue? “Valoro mucho la soledad, quería salir de la zona de confort, llegar a otros lugares para que éstos fueran también los míos… Salir para hallar otros puntos de partida”. A lo mejor Sol es ahora también un país extranjero. “Sí, pero sin fronteras, por favor… Y a la intemperie”.

Le encanta hacer cosas con las manos, lleva consigo serigrafías, cuadernos, dibujos, maderas de mar, fotos… Este libro, As alas da serpe, se cerró en Corme, en la Costa da Morte; es, en efecto, una serpiente alada, compuesta de “poemas viejos y nuevos”, en los que muchas veces se repite esa palabra, soziña, una forma que tiene de repetir intemperie, “que es también una manera de reclamar la casa”.

Luego se fue por los vericuetos de Lavapiés como si marchara en pos de Vimianzo o de algunos arrabales de Brasil. Una poeta soziña de la que son estos versos también: “Libertad me abraza/ rebusca pasta fresca en la basura y calabaza/ verde y húmeda entre la fermentada/ lechuga que calienta mi mano”. Aquí, en lo escrito, falta la música, que es como el aliento de una niña que plantaba árboles con su tía María.

Antes de marcharse le regaló al periodista, como suele hacer su padre, el hermano de María, desde que era un poeta como lo es ahora esta muchacha que ríe a lo lejos diciendo adiós como si volviera, unas postales, desnudas y vestidas, como flores de sus viajes.



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