“Adiós a todo aquello”, de Robert Graves, es mucho más que una autobiografía. Entre todas las obras que surgieron de una década de reflexiones sobre la Gran Guerra, concebida, gestionada y concluida catastróficamente, sobrevive como la más accesible y poderosa memoir que conozco del desolador y trágico conflicto bélico. Es, además, un libro dotado de sincero arrepentimiento. Escrito en solo cuatro meses en 1929, cuando tenía 33 años, se publicó por primera vez en un momento en que varios escritores traumatizados sentían que había llegado la hora de rendir cuentas del pasado más reciente. Ford Madox Ford lo hizo con su gran tetralogía de tiempos de guerra, “El final del desfile” (1924-1928). También en 1929, Erich Maria Remarque produjo “Sin novedad en el frente”, mientras que la novela de R. C. Sherriff “Journey’s End”, traducida luego a 17 idiomas, sorprendía al mundo. Al igual que el propio Robert Graves, Ford, Remarque y Sherriff habían servido en el frente, veían la guerra como una empresa esencialmente inútil en la que los actos de lealtad y coraje se convertían en una norma.
“Adiós a todo aquello” fue escrita con la idea de no traicionar el recuerdo. Graves llegaría a bromear con que su imaginación no se correspondía con la de un mentiroso nato y que, pese a sus antepasados, tampoco era lo suficientemente irlandés como para adornar, hasta desfigurarlos, los hechos que marcaron su experiencia en las trincheras y las historias que allí se encontró. Justo lo que pretendía era que la luz cayera donde encendía su antorcha. Graves abrió nuevos caminos y dio un giro al género de las memorias de guerra, anteriormente un territorio exclusivamente cultivado por militares en busca de gloria. Contó cómo el terror diario, en medio del ruido incesante, el barro y la disentería, reduce la existencia personal a momentos intensamente vívidos e interminablemente aburridos. Con una prosa práctica, apenas alterada de diarios y cartas, el autor de “Yo, Claudio” muestra firmeza. Incluso cuando está herido y al borde de la muerte en la batalla del bosque de Mametz, no llora ni se lamenta. Esta clase de moderación tan típicamente británica confiere al libro una solidez duradera y entrañable. “Adiós a todo aquello” significó una despedida para Graves, que entonces se había separado de su esposa y vivía con la poeta estadounidense Laura Riding. La idea de cerrar la puerta del pasado llegó a obsesionarle y supuso una amarga separación de Inglaterra, precedida de no pocos desengaños escolares. Odiaba la escuela Charterhouse, donde lo acosaban sin piedad. Se alistó a los pocos días del estallido de la guerra porque temía ir a Oxford y quería ganar tiempo.
Su vívido relato de la vida y la muerte en las trincheras resulta todavía hoy estremecedor: cuenta cómo se mantenía despierto bebiendo una botella de whisky al día. Oficial de los Royal Welch Fusiliers, había resultado gravemente herido en la batalla del Somme, hasta el punto de que el comandante escribió una carta de condolencia a sus padres y su muerte fue anunciada en “The Times”. El periódico se encargó, acto seguido, de comportarse decentemente e imprimir una corrección sin cobrarla. En 1918, al regresar de entre los muertos, se casó con Nancy Nicholson, hija del pintor William Nicholson, hermana de Ben Nicholson, ilustradora y diseñadora feminista. Empezó a estudiar literatura inglesa en Oxford, donde se hizo amigo de T. E. Lawrence, que le inspiró en “Lawrence y los árabes”, una biografía que parece haber sido escrita por un niño. A principios de la década de 1920, juntos planearon la aventura de conducir una manada de ciervos desde el Magdalen College hasta All Souls, colegio del que Lawrence era fellow. El plan fracasó. Al final, hubo que contentarse con tocar el timbre de la universidad a mitad del día para hacer que, puesto en pie, despertarse el espíritu académico.
Graves, su esposa y su amante, Laura Riding, formaron un “matrimonio de tres”
En 1926, a Graves le ofrecieron un trabajo en la Universidad de El Cairo, que fue el único empleo formal que tuvo. Invitó a Laura Riding a acompañarlo, inicialmente como su secretaria, aunque pronto colaborarían en una de las obras de crítica más influyentes de principios del siglo XX, “A Survey of Modernist Poetry” (1927). Los tres –esposa y secretaria, junto con los niños del matrimonio– pasaron la mayor parte del año en El Cairo. A los pocos meses, Riding, Graves y Nicholson formaban un trío emocionalmente enredado que llamaron “la Trinidad”. En junio de 1926, “la Trinidad” regresó a Islip y comenzó a tambalearse. El “matrimonio de tres” pronto se disolvió. Tras ello y una nueva aventura con un poeta llamado Geoffrey Phibbs, Riding pasó de ser una chica alocada a presentar signos evidentes de auténtica locura: intentó arrojarse al vacío desde una ventana y terminó con las vértebras rotas. Para pagar los gastos hospitalarios, Graves se puso a escribir “Adiós a todo aquello” y posteriormente emigró a Mallorca, donde transcurrió el resto de su vida, salvo un pequeño período en Devon, coincidiendo con la Guerra Civil española, y algunos viajes más a Inglaterra y otros lugares. Se separó de Riding en 1939, después de sucesivas zozobras emocionales, y acabó entablando una relación con Beryl Pritchard que duró hasta su muerte.
En Deià, donde terminaría haciéndose una casa que pagó con los derechos de autor obtenidos por “Yo, Claudio”, vivió los últimos años una existencia menos convulsa, pastoreada a ratos por las sustancias alucinógenas. Viajó a México en busca de ellas en la década de los sesenta, alentado por una de sus “musas”, una tal Cindy Lee, para regresar definitivamente a Mallorca que se estaba convirtiendo ya en un destino de peregrinación para diletantes de la poesía y camellos. Puede decirse que Graves fue, sin proponérselo, una especie de gurú precursor de un género inspirado por la farmacología. Le avalaba su obra mitológica “La diosa blanca” (1948), que acabaría siendo un clásico de culto frente a la opinión de los que no tienen inconveniente en considerarla ilegible.
Pero, a mi juicio, el verdadero clásico insuperable en prosa de Graves es este “Adiós a todo aquello”, una obra bastante más relevante que sus míticas búsquedas o que las admiradas pero algo mortecinas novelas romanas que escribió. Lo que hace grande su autobiografía de la Gran Guerra, ahora publicada por Alianza con una nueva y magnífica traducción, no es solo la forma en que sublima las experiencias más dolorosas de su vida en anécdotas nítidas e impersonales, sino el hecho de que al hacerlo permite que ese dolor, detrás del acto de sublimación, se perciba de manera tan convincente. Los enredos, rabias, pasiones, traiciones y devociones de su agotadora vida emocional fueron para Robert Graves el material ineludible de su mejor escritura.
Adiós a todo aquello
Robert Graves
Traducción de Alejandro Pradera
Alianza, 456 páginas, 25,95 euros
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