Hay músicos y lectores que se enojan cuando publicamos artículos sobre las boyantes cifras del ‘show business’ a escala global, con esas citas sobre una edad de oro del directo. Será para los fenómenos comerciales y no para el común de los mortales, protestan. Pero ambas cosas son ciertas: la música en vivo registró en 2023 cifras de facturación inéditas y, a la vez, la inmensa mayoría de los músicos y creadores son ejecutantes de a pie que sufren lo que no está escrito para salir adelante.
La distancia entre un Dani Martín, que agota en un plis plas las 120.000 localidades de sus ocho noches en el Wizink (¡para finales de 2025!), y el artista autogestionado que debe abonar 800 euros más IVA para alquilar una pequeña sala, y pagar a músicos y técnicos, y rezar para que el local se llene (así funcionan a menudo las cosas en nuestro circuito) es abismal, y aumenta cada año porque el ‘star system’ se va comiendo una porción más y más grande del pastel. Y lo hace porque el público sensible al gran acontecimiento sigue creciendo. Y todo es real, y todo existe, las entradas ‘vip’ de cuatro dígitos y el bolo a precario.
Pero, ¿realmente ha desaparecido la clase media musical, como se dice desde hace años, y más todavía tras la pandemia? Habría que precisar de qué estamos hablando. ¿De poder vivir de tu música, llenando clubs o teatros? Festivales como el Guitar BCN o el Mil·lenni, por citar dos marcas asentadas, llevan años especializándose, en esta época del año, en los artistas de esa franja, y ahí hay tanto nombres veteranos con su base de público como figuras frescas: de un Coque Malla a una Maria Hein, de un Xoel López a un Boye. Y Sole Giménez, y Andrea Motis, y Maria Rodés, y Carlos Núñez, y Rodrigo Cuevas…
Lo que sí cuesta horrores es subir de la clase baja a la media, salir de esa catacumba en la que se amontona una cantidad de inquietud y talento sin precedentes, porque nunca había habido tantos músicos bien formados como ahora (cinco escuelas superiores solo en Barcelona) ni jamás había sido tan practicable grabar en tu propia casa un disco con cara y ojos. Ahí está el campo abonado para la frustración: en las aulas deberían advertir a los jóvenes alumnos que tal vez su destino sea producir hermosas grabaciones que podrán despachar graciosamente a amigos y allegados.