La fascinación del ser humano ante las capacidades aparentemente ilimitadas de la inteligencia artificialviene de lejos, hasta el extremo de que Ramon Llull ya planteó en el siglo XIII que el razonamiento podía implementarse en un artefacto mecánico, la Ars Magna. El término ‘inteligencia artificial’, tal como lo conocemos ahora, fue acuñado en 1956 por el matemático John McCarthy en la histórica conferencia de Dartmouth, destinada a aclarar y unificar conceptos sobre lo que entonces solo se conocía como “máquinas pensantes”. Así que la reflexión sobre los límites de las inteligencias artificiales no es un fenómeno surgido hoy, aunque, ciertamente, las asombrosas prestaciones de aplicaciones como ChatGPT, Dall-E o Sora, han avivado el debate sobre sus virtudes, sus límites y, por supuesto, sus peligros.
La literatura y la ficción audiovisual, siempre atentas a las inquietudes sociales, ha observado a la inteligencia artificial con recelo, quizá porque no se le atisban límites: desde ‘El Golem’, novela de 1915 de Gustav Meyrink basada en una leyenda judía sobre un ser de arcilla creado artificialmente por un cabalista; hasta ‘2001, una odisea del espacio’ (Stanley Kubrick, 1968), donde una inteligencia artificial paranoica –Hal 9000– planea eliminar a toda la tripulación de una nave espacial. Más que acercarse al utopismo de la bondad sintética de la IA, que también, la (ciencia) ficción ha puesto más el foco en el temor humano ante una hipotética revuelta de robots o máquinas pensantes que, alcanzada la autoconsciencia, nos consideren totalmente prescindibles y acaben dominando la Tierra. En efecto, ese mismo apocalipsis causado por el despiadado sistema informático Skynet en ‘Terminator’ (James Cameron, 1984, y secuelas); o el de los robots cylons en la serie ‘Battlestar Galactica’ (2004), en guerra con los humanos para conseguir su libertad.
En 1999, año de atmósfera arcana por su condición de fin de milenio, menudearon las películas que, más allá del miedo al fin de los tiempos, quisieron mirar al futuro y reflexionar sobre cuestiones como la inteligencia artificial, la realidad virtual, la hiperconectividad y la posibilidad de estar viviendo en un mundo simulado, como ‘ExistenZ’, de David Cronenberg, ‘Dark City’, de Alex Proyas, y ‘Nivel 13’, de Josef Rusnak. Hubo un cuarto título, sin embargo, que aglutinó todas estas cuestiones en un asombroso artefacto visual, tecnológico y filosófico que hoy, 25 años después de su estreno, el 31 de marzo en EEUU (23 de junio en España), se muestra tan o más vigente que nunca: ‘Matrix’, de las hermanas Lana y Lili Wachowski.
Una simulación de vida real
La película, lo recordarán, relataba los avatares de un ‘hacker’, Neo (Keanu Reeves), en su intento de liderar a un grupo de rebeldes contra un sistema de inteligencia artificial que domina la Tierra y que ha convertido a los humanos en alimento para las máquinas, al tiempo que les mantiene ‘vivos’ en una simulación llamada Matrix. Neo vivía, sin saberlo, en el mundo virtual creado por las máquinas, y los rebeldes, encabezados por Morfeo (Laurence Fishburne) y Trinity (Carrie-Anne Moss), le debían convencer de que se uniera a su causa en aquella ya legendaria elección entre la píldora roja azul y la píldora roja, esto es, entre seguir en la placentera ignorancia de la ilusión o conocer la cruda verdad del apocalipsis.
El filme de las Wachowski -entonces todavía Larry y Andy Wachowski, antes de cambiar de identidad sexual en 2003 y 2016, respectivamente- daría pie a una fascinante narrativa transmedia en forma de tres secuelas -la última estrenada en 2021-, así como diversos cortometrajes, videojuegos, cómics y figuras de juguete. Solo la primera entrega de ‘Matrix’, cuyo presupuesto era de 363 millones de dólares, recaudó más de 1.600 millones de dólares.
Mitología propia y compleja
‘Matrix’, y sus secuelas, generó una mitología propia, extrañamente compleja para tratarse de una franquicia de Hollywood, revolucionaria en lo visual y cargada de ambiciosas reflexiones filosóficas con base en el mito de la caverna de Platón y ramificaciones hacia el racionalismo de Descartes, la teoría de la simulación de Baudrillard o la mismísima revolución marxista. Un mecanismo que parecía venido del futuro y que, lógicamente, se acabaría convirtiendo en fenómeno sociocultural para disfrute de los teóricos de la posmodernidad, pues, además de sus oscuros apuntes filosóficos y de paranoia tecnológica, ‘Matrix’ era un suculento pastiche pop de estética cyberpunk, repleto de gabardinas de cuero negro y gafas de sol noventeras, que rendía homenaje al anime y al cine de artes marciales, y que se envolvía de una banda sonora de metal y techno de alto voltaje.
Conceptos angulares de ‘Matrix’ como la inteligencia artificial, la hiperconectividad o la realidad virtual forman hoy parte indisociable de nuestra vida cotidiana presente y futura, en cuanto avances tecnológicos destinados en principio a hacer más fáciles los quehaceres diarios: ya saben, la robótica, la realidad aumentada, los coches autónomos, el ‘blockchain’, las impresoras 3D, el internet de las cosas y, por supuesto, la infinita colección de revolucionarias aplicaciones de IA vinculadas a la medicina, la educación y la creación de todo tipo de textos, imágenes o vídeos con un simple chasquido de dedos.
Pero incluso hipótesis abstractas, casi esotéricas, como la de la simulación -es decir, la posibilidad de que la realidad sea un mero espejismo virtual-, propuestas desde la Antigua Grecia por Parménides y Platón, se han ido ampliando en las últimas décadas a través de filósofos como Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, que en 2003 formuló la (muy) controvertida hipótesis de que existía una “probabilidad significativa” de que estemos viviendo en un universo creado por una civilización posthumana cuya tecnología sería tan sofisticada que las simulaciones serían “indistinguibles” de la realidad.
Otro aspecto crucial del universo ‘Matrix’, como la interconexión física entre hombre y máquina, adquiere hoy, en 2024, más relevancia que nunca. La fabulosa serie ‘Separación (Severance)’, de Apple TV+, imaginaba un mundo en el que la vida laboral y la personal se encuentran totalmente separadas gracias a un chip en el cerebro, lo cual puede sonar a elucubración a lo ‘Black mirror’ si no fuera porque en 2022 la empresa australiana Synchron anunció su primer implante neuronal a un humano afectado de ELA con el objetivo de permitirle navegar por internet o comunicarse con mensajes de texto solo con la mente.
Un propósito similar al que persigue, también, la empresa Neuralink, de Elon Musk, que la semana pasada informó de que un joven tetrapléjico al que se le había implantado un chip cerebral no solo era capaz de controlar el puntero del ratón con el simple poder del pensamiento, sino ordenar telepáticamente jugadas de ajedrez. “Es como usar la fuerza [de ‘StarWars’]). Ha cambiado mi vida”, afirmó el joven. Ciertamente, y visto así, es posible que vivamos ya todos en Matrix.
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