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París se sumerge en la espiritualidad pictórica de Mark Rothko

Una pintura inmensa, pero intimista. Un estilo aparentemente sencillo, pero profundo. El pintor estadounidense Mark Rothko (1903-1970) fue un artista de contrastes. La historia del arte lo ha consagrado como uno de los grandes maestros del expresionismo abstracto, junto con Jackson Pollock y Willem de Kooning. Pero a lo largo de su carrera desarrolló un lenguaje pictórico muy personal, inconfundible. Es una de las lecciones más evidentes de la amplia retrospectiva que la Fundación Louis Vuitton le dedica a Rothko. 

Esta importante institución cultural privada, ubicada en el bosque de Boulogne (en el oeste de París), expone hasta principios de abril 115 cuadros de uno de los grandes artistas de la segunda mitad del siglo XX. Muchos de ellos han llegado a Europa desde museos estadounidenses y 13 proceden de colecciones privadas. No solo se trata de la muestra más ambiciosa dedicada a Rothko en las últimas décadas en Francia, sino también una de las más destacadas de este otoño e invierno en la capital francesa.

Setenta años después de haber alcanzado su plenitud artística, los cuadros abstractos de Rothko percuten y generan fascinación. Y eso que en su momento habían sido menospreciados por la crítica. “Una especie de efecto Mondrian de tipo fluido, en el abandono de las líneas y los contornos”, escribía en 1950 con un tono despectivo el crítico de arte Howard Devree en el New York Times, en que comparaba sus obras con las del artista neerlandés, otro de los precursores de la abstracción pictórica

“La eliminación de todos los obstáculos”

Uno de los momentos clave en la trayectoria de Rothko fue el abandono de la figuración humana y de cualquier reminiscencia mimética a la realidad. “El trabajo del pintor evoluciona con el paso del tiempo hacia una mayor claridad, hacia la eliminación de todos los obstáculos entre el pintor y la idea, entre la idea y el espectador”, aseguraba en 1949 el artista estadounidense en la revista The Tiger’s Eye. Ese proceso lo llevó a la abstracción. Pero antes de alcanzar su madurez artística, pasó por un aprendizaje de varias décadas. Así se evidencia en esta retrospectiva en París.

Nacido en 1903 en el seno de una familia judía en la ciudad de Dvinsk (actualmente Letonia) en el Imperio Ruso, emigró con apenas diez años a Estados Unidos. Allí empezó a estudiar en la universidad de Yale, pero rápidamente abandonó los estudios universitarios y se fue a vivir a Nueva York para iniciar una carrera como artista. La primera sala de la exposición está dedicada a los primeros cuadros pintados en la década de 1930. Admirador de Matisse, Rothko intentaba retratar la modernidad neoyorkina a través de un estilo figurativo y expresionista. “Formo parte de una generación que se interesa mucho a la figura humana. Pero esta no se adecúa a mis necesidades. Cuando la represento, la mutilo”, escribía entonces un frustrado Rothko. 

Sus primeros cuadros no eran nada del otro mundo. Tras esa primera etapa expresionista, en la década siguiente se dedicó a un arte mitológico, con una evidente influencia por parte de Picasso. Su estilo oscilaba entre el simbolismo y el surrealismo, tan en boga en ese momento. Así se refleja en obras como Antígona de 1941 o el Sacrificio de Ifigenia de 1942. Aunque entonces Rothko ya había escrito un tratado sobre el arte, sus creaciones no despuntaban.

De hecho, lo más interesante de ese periodo es la constatación de que, aunque el estadounidense imitaba estilos ajenos, ya sobresalían en sus pinturas aquellos rasgos que caracterizarían su estilo abstracto años más tarde. Por ejemplo, una cierta predisposición por la técnica del sfumato y una pintura difusa. Incluso se podría calificar de atmosférica.

Un lenguaje pictórico único pero universal

Fue a partir de la década de 1950 en que Rothko abandonó completamente la figuración y adoptó su distintivo estilo abstracto. Pintó decenas y decenas de composiciones con tres rectángulos horizontales sobre un fondo con otra variación cromática. Esos cuadros ganaron en tamaño, se volvieron más inmensos. Al mismo tiempo, dejó de ponerles un título. En la Fundación Louis Vuitton se pueden observar decenas de obras de este periodo calificado de “clásico” por los especialistas de Rothko. Al artista estadounidense, en cambio, no le gustaba hablar sobre sus obras. Prefería que estas se comunicaran directamente con el espectador.

Los cuadros para el Four Seasons

“He encerrado la violencia más absoluta en cada centímetro delimitado de su superficie”, escribía Rothko en plena madurez artística. En esa cita, recordada en la exposición, parecía resumir la famosa dualidad entre lo apolíneo (el orden y la simetría) y lo dionisíaco (éxtasis y violencia) sobre la que reflexionó Friedrich Nietzsche. El artista estadounidense también fue en esos años un lector asiduo del teólogo danés Soren Kierkegaard, uno de los precursores en el siglo XIX del pensamiento existencialista. Con su arte abstracto, Rothko no buscaba la autenticidad formal, sino interpelar sobre la condición humana. Sus cuadros resultan música pictórica. Ofrecen un viaje contemplativo sugerente tanto para las mentes creyentes como para los espíritus profanos sensibles. 

Otro acierto de la exposición es mostrar las variaciones y cambios que hubo durante esa etapa “clásica”. Una de las salas está dedicada a los monumentales cuadros que Rothko pintó para el restaurante neoyorkino The Four Seasons, pero que al final terminaron expuestos en una sala específica en la Tate Modern de Londres, donde se los compara con el arte de William Turner (1775-1851, al que tanto admiraba el estadounidense. 

Estos lienzos pintados con rectángulos verticales negros y distintas graduaciones del granate son de los más potentes de toda la muestra, así como otra sala con lienzos pintados únicamente con variaciones del negro y el marrón. Sin duda, una demostración del talento de Rothko, capaz de desarrollar un lenguaje pictórico universal. Todo un genio al que se podrá contemplar en París hasta el 2 de abril.



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