El punto de partida de “Las tempestálidas”, la novela que ha convertido al búlgaro Georgui Gospodínov en una de las estrellas rutilantes de la literatura europea contemporánea, es seductor. Un personaje llamado Gaustín, que transita entre la medicina, la teúrgia y la escatología (no en vano su nombre es una modificación de Agustín, uno de los filósofos que con más tino ha reflexionado acerca de la naturaleza esquiva e inasible del tiempo), propone recluir a los pacientes de alzhéimer en una clínica donde las distintas estancias reproducen, con absoluta fidelidad, aspectos materiales del pasado. Olores, sabores, tejidos, muebles, objetos: un clima de la inteligencia y del ánimo, un arca inexpugnable a los estragos del olvido. Si estamos perdiendo el mundo a bocados, argumenta Gaustín, volver al pasado, cuando éramos entidades completas, nos permitirá, al menos, conservar un atisbo de personalidad. Pero el éxito de los cronorrefugios es tal, que incluso quienes no sufren alzhéimer ansían ingresar en esas cápsulas de tiempo. El motivo tiene que ver con la época que nos toca vivir. Ya existe demasiada incertidumbre en el presente (invasiones bárbaras, terrorismo climático, guerras por doquier, anomia institucional) como para suponer que el futuro pueda ser algo distinto a un regreso a la pesadilla hobbesiana que precede a la sociedad, donde la vida del hombre se concibe como “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. El proyecto de Gaustín implosiona en el momento en que ya no son los individuos particulares, sino los países al completo, los que deciden sumarse a la aventura de los viajes temporales. “Las tempestálidas”, que nace como un experimento mental en torno al alivio para una enfermedad irrevocable, se afirma como un laboratorio político en el momento en que asistimos, entre el asombro y el pánico, a la decisión de los países de la Unión Europea de someter a referéndum el retorno a cualquiera de las décadas del pasado siglo veinte.
Claro que si el presente es ominoso y el futuro se dibuja apocalíptico, tampoco en el pasado encontraremos el ansiado descanso. Allí nos siguen aguardando el atentado contra Francisco Fernando en junio de 1914, el 1 de septiembre de 1939 en la frontera polaco-germana o la entrada de los tanques soviéticos en Budapest durante el Otoño Húngaro de 1956. En realidad, advierte Gospodínov, del tiempo podemos esperar cualquier cosa menos indulgencia. Lo que fue, lo que es y lo que será están conformados por la misma materia mudable y caprichosa: la violencia de los individuos, la ceguera de las comunidades, el conflicto irresoluble entre la voluntad de ser felices y el fuste torcido de la humanidad. Y si, citando a Renan, una nación no es otra cosa que un conjunto de gentes que han pactado olvidar y recordar las mismas cosas, en el pasado no hallaremos más que las antiguas nostalgias compartidas. Al fin y al cabo, lo que esta magnífica y conmovedora novela nos recuerda es que, tarde o temprano, toda utopía acaba por convertirse en una novela histórica.
Las tempestálidas
Georgui Gospodínov
Traducción de María Vútova y Cé Sánchez Rodríguez
Fulgencio Pimentel, 408 páginas, 25 euros