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La tragedia del hielo

El 15 de febrero de 1961, hace ya más de sesenta años, el deporte vivió una de sus mayores tragedias. Menos recordada que otras pero igual de dolorosa y trascendente. Ese día todo el equipo de patinaje artístico de Estados Unidos que acudía al Mundial de Praga desapareció en el accidente que su avión sufrió en las inmediaciones de Bruselas, donde tenían previsto realizar una escala. Volaban desde Nueva York, donde habían embarcado un total de 72 personas de las que más de la mitad formaban la expedición que el país enviaba al campeonato en Praga que comenzaba unos días después. Había dieciocho patinadores, seis técnicos, cuatro jueces y otros seis familiares de alguno de los participantes.

El vuelo 548 de la compañía belga Sabena había transcurrido con absoluta normalidad. Cuando comenzaron a sobrevolar el aeropuerto de Zaventem en Bruselas comenzaron los problemas. El piloto recibió la indicación de mantenerse en el aire unos minutos a la espera de una pequeña avioneta abandonase la pista de aterrizaje. A partir de ese momento fue cuando la aeronave comenzó a realizar extraños movimientos y acabó estrellándose en las proximidades de Berg, una de las localidades dormitorio de Bruselas. Murieron al instante los 72 ocupantes del avión y un agricultor belga que estaba en ese momento trabajando en el campo y falleció al caer el aparato muy cerca de donde se encontraba. La causa exacta del accidente nunca fue aclarada del todo. La Administración Federación de Aviación de Estados Unidos, tras una larga investigación, publicó un informe con las conclusiones en el que atribuyó el accidente a un problema en el sistema de estabilización del avión, aunque nunca se facilitaron muchos más datos. Era la primera vez que un Boeing 707 sufría un accidente de semejante magnitud y con consecuencias tan dramáticas.

La noticia supuso una inmensa conmoción a nivel social y deportivo. El Mundial de Praga, que estaba a punto de comenzar, se suspendió de forma inmediata en homenaje a las víctimas y 1961 se quedó para siempre sin campeones del mundo de patinaje. Para Estados Unidos el mazazo era doble: por la tragedia en sí de sus ciudadanos y por el tremendo golpe que suponía para un deporte como el patinaje artístico en el que habían conseguido en los años cincuenta un considerable dominio a nivel mundial. De hecho, para ellos Praga era una parte importante de la necesaria transición. La mayoría de sus referencias de la década anterior ya no seguían en activo porque habían colgado los patines después de los Juegos Olímpicos de 1960 disputados en su país. Con tal motivo habían renovado a gran parte del equipo para incluir en él a buena parte de sus jóvenes talentos. El Mundial de Praga era uno de sus primeros exámenes importantes ya que el trabajo estaba enfocado en llegar tres años después en buenas condiciones a disputar los Juegos Olímpicos de 1964 previstos en la ciudad austriaca de Innsbruck.

Nadie representaba aquella esperanza en el futuro del patinaje como la joven Laurence Owen que había acabado en sexta posición los Juegos Olímpicos de 1960 en Squaw Valley (Estados Unidos) pese a que en aquel momento solo tenía quince años. La llamaban el “duendecillo de Winchester” y en solo un año se convirtió en la favorita del público estadounidense. Le faltaba conquistar el mundo y era cuestión de tiempo. Laurence era hija de Maribel Vinson, patinadora que había conseguido un bronce olímpico, una plata mundial y nueve títulos de campeona de Estados Unidos, quien transmitió aquella pasión a sus dos hijas que siguieron su ejemplo de forma ciega. De ellas Laurence era la más talentosa y la que más hambre de gloria tenía. A juicio de casi todos los especialistas el reinado del patinaje mundial estaría muchos años en sus manos. En Nueva York, en el vuelo de la compañía Sabena, se subieron Laurence Owen junto a su hermana Maribel -cinco años mayor que ella y que también formaba parte del equipo norteamericano que acudía a Praga para competir en la modalidad de parejas con Dudley Richards, con quien tenía previsto casarse poco después- y su madre que era una de las principales entrenadoras del equipo. Bruselas supuso el epílogo dramático para una familia que en poco tiempo había acumulado demasiadas desgracias. El padre de las niñas y marido de Maribel Vinson, un expatinador canadiense, falleció repentinamente cuando Laurence tenía solo ocho años. El hecho de verse solas fue lo que llevó a la familia a instalarse en Winchester, no muy lejos de la capital Washington, para compartir vivienda con la abuela materna, que también había enviudado hacía poco tiempo. Es difícil encontrar más pérdidas de forma continua en un mismo familiar y sencillo entender el dolor que la noticia supuso para la abuela Gertrude que de repente, de un día para otro, se encontró sola en su casa de Winchester.

Laurence Owen era el estandarte de un equipo en el que figuraban todos los patinadores que unas semanas antes habían conseguido ganar los títulos nacionales en Colorado Springs. La joven de Winchester era una de esas deportistas que arrastraban al gran público. A sus triunfos añadía una imagen siempre sonriente, su cara aniñada, las mejillas sonrosadas y el pelo suelto que bailaba mientras su cuerpo giraba sobre el hielo. Tal era su impacto en la sociedad y en el deporte que la prestigiosa revista Sports Illustrated le había dedicado la portada de aquel mes de febrero con el título “La patinadora más emocionante de Estados Unidos”. Solo dos días antes del accidente se había puesto en circulación ese número con lo que en los quioscos del aeropuerto de Nueva York muchos de los patinadores se lanzaron a por un ejemplar con la idea de leerlo durante el vuelo hasta Praga. Una copia medio quemada de aquella revista fue encontrada entre los escombros del avión.

Laurence Owen, su hermana y su madre, por el drama familiar que encerraba, se convirtieron en las víctimas más renombradas de un accidente en el que la mayoría de los patinadores fallecidos apenas llegaba a los veinte años. Talentos como Stephanie Westerfeld, Bradley Lord, Larry Pierce o Diane Sherbloom se perdieron en Bruselas para dejar al patinaje norteamericano completamente desnudo. El presidente John Kennedy, que era amigo personal de uno de los fallecidos en el accidente, dirigió a la nación un sentido mensaje de pésame e involucró a mucha gente para crear un fondo de ayuda al patinaje con la idea de ayudar financieramente a los jóvenes talentos que necesitasen un impulso. Un programa que aún funciona hoy en día y del que se han aprovechado algunas de las grandes estrellas del deporte norteamericano en las últimas décadas.

Estados Unidos se embarcó entonces en la compleja misión de recomponerse después de la tragedia. Hay que tener en cuenta que las estructuras del deporte en el comienzo de los años sesenta poco tiene que ver con lo que son hoy en día. Regresaron a la competición deportistas que se habían retirado como fue el caso, entre otros, de Bárbara Roles que se apartó del patinaje para ser madre y que volvió para prestar su ayuda al nuevo equipo. El accidente de Bruselas también les dejó sin los entrenadores más importantes del país y eso provocó la búsqueda de técnicos que liderasen de nuevo el proyecto. El italiano Carlo Fassi, responsable hasta ese momento del equipo de su país, fue el hombre al que encargaron la difícil tarea de levantar un edificio que se había desplomado por completo. El proceso fue largo y doloroso. Durante siete años Estados Unidos estuvo sin un gran triunfo a nivel internacional. Fue el peaje que la tragedia les hizo pagar. Rompió esa sequía la joven Peggy Fleming en los Juegos Olímpicos de 1968 en Grenoble al conseguir la medalla de oro y hacer que el himno del país volviese a sonar en una gran competición de patinaje artístico. Un momento cargado de emoción y de simbolismo. “Ese himno le correspondía a Laurence” dijo Peggy Fleming poco después de bajarse del podio con la medalla de oro colgando del cuello. Por un título masculino Estados Unidos tuvo que esperar hasta 1984.



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