Jaén es una ciudad cargada de historia y atractivos turísticos que no dejan indiferente al visitante. Uno de los monumentos más emblemáticos de la capital del Santo Reino es la Catedral de la Asunción, ubicada entre la Plaza de Santa María y la Plaza de San Francisco, planeada en el siglo XVI para que suplantara al predecesor templo gótico del siglo XV.
En toda la extensión de su templo se observan elementos renacentistas y barrocos que fueron incluidos por sus Andrés de Vandelvira, Juan de Aranda Salazar y Eufrasio López Rojas, convirtiendo la Catedral jiennense en una de las obras más importantes del renacimiento español, y su fachada en una de las obras principales del barroco español.
A parte de su rico patrimonio artístico, este majestuoso templo está rodeado de leyendas. Una de ellas es la leyenda de la mona. En el friso de una de sus impresionantes fachadas, se encuentra una figura tallada en piedra que se conoce con el nombre de Bafomet, una deidad a la cual los Caballeros Templarios fueron acusados de adorar en la Edad Media.
Cuenta esta leyenda que la mona fue un ser vivo que quedó petrificado por un hechizo. Unos creen la mona era una joven hermosa que vivía en la ciudad cuando gobernaban los Reyes Católicos. La belleza y amabilidad de esta joven despertó la envidia de un mago que quería poseerla. Fue éste el que le lanzó un hechizo y la petrificó.
Antes de ello, la mona pronunció una maldición que perdura en los siglos hasta la actualidad: Aquella persona que se atreva a desafiarla o a mirarla fijamente a los ojos sufrirá graves consecuencias.
Abrahám López Moreno, en su blog ‘Bella Ciudad de Luz’ describe como unos niños, y según la tradición a finales del siglo XIX, que habían oído de sus mayores el encantamiento maléfico que pesaba sobre la pequeña figura -lo que les hacía rehuir este lugar para sus juegos-, por dárselas de valientes, decidieron cierta tarde bajar hasta la Plaza de San Francisco y pasar bajo la imagen demoníaca de la Mona, ante el estupor de las personas que por allí andaban, pues evitaban tanto mirarla, como pasar cerca de ella. Desoyeron los niños las asustadas peticiones de aquellas gentes, a las que parecía que les iba en ello la propia vida, y primero más retraídos y después más resueltos, pasaron una y otra vez bajo la adusta silueta de aquella imagen a la que, una vez se hubieron desinhibido totalmente, le proferían insultos y gestos soeces.
Días más tarde hicieron una nueva visita a la Plaza y el más envalentonado tomó varias piedras del suelo, lanzándolas contra la imagen del judío, hasta que una de ellas impactó contra la nariz, mutilándola.
El miedo y admiración se apoderaron de los presentes cuando vieron que, a los pocos minutos, aquel niño comenzaba a sudar y a sentir escalofríos. De vuelta a la casa, los padres llamaron al médico. Este le aplicó ungüentos y le dio medicamentos, pero el niño, lejos de mejorar, se convulsionaba en la cama entre gritos. Cuando amaneció, dejaron de escucharse los gritos. Ahora eran sollozos los que salían de la casa. Eran los de la madre, viendo el cuerpo sin vida de su hijo.
Otro origen se ha atribuido a esta enigmática figura, la de un hombre origen judío o árabe, por el turbante que lleva en su cabeza. Se trataría de una gárgola antijudía, que observaba atentamente a los conversos como recordatorio de que si querían alcanzar la salvación no debían judaizar.
Al margen de si fue una encantadora joven o un judío árabe el antepasado de la mona, la maldición pesa sobre la ciudad y sobre todo aquel osado que se atreva a mirarla fijamente sobre el que recaerá grandes desgracias.
Los más supersticiosos rehúsan pasar por esta zona del templo catedralicio donde se asoma vigilante el icono de Jaén. Esta convicción ha llegado a tal punto que desaconsejan a los recién casados pasar por allí porque se ha extendido la creencia de que la mona puede afectar la unión e interferir en la felicidad matrimonial.
En todo caso, esta leyenda se ha convertido en uno de tantos reclamos turísticos que posee la ciudad de Jaén y que se une a otras curiosidades y leyendas de la Catedral, como la del Santo Rostro y la de la Mesa de Salomón.