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La guerrilla impresa que combatió la dictadura franquista


En mayo de 2016, la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense de Madrid fue escenario de uno de esos sucesos que cualquier escritor o guionista habría renunciado a incluir en una historia por increíble y exagerado. Una ráfaga de viento hizo que, por el hueco de un lucernario, comenzase a agitarse un pedazo de papel. Extrañado, uno de los bedeles se acercó a mirar de qué se trataba y, al tirar de él, descubrió medio centenar de octavillas políticas que, lanzadas durante la dictadura franquista, habían permanecido atrapadas en el techo de escayola durante más de cuatro décadas.

Debido a su vocación efímera y su humilde factura, las octavillas políticas no son materiales que se conserven para la posteridad. Si a eso se suma que durante el franquismo su producción y mera tenencia podían ser constitutivos de delito, la labor de archiveros e investigadores se complica enormemente.

“Este tipo de materiales fue conservado por los militantes de las organizaciones políticas y sindicales con todo el riesgo que suponía. También se conservaron en los archivos de las propias organizaciones e incluso hubo un profesor en la Universidad Complutense que, por razones profesionales como especialista en documentación, durante varios años recogió del suelo de la Universidad centenares de octavillas que hoy forman parte del patrimonio de esta institución educativa. Una institución que, en su archivo, también posee publicaciones clandestinas y fotografías de la época. A todo eso se suma que el Archivo General e Histórico de Defensa conserva como pruebas de cargo contra los encausados en los Consejos de Guerra, publicaciones clandestinas y octavillas”, explica Jesús A. Martínez, Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, que acaba de publicar Vietnamitas contra Franco (Cátedra, 2023), un ensayo sobre las publicaciones clandestinas en la dictadura.

“Las vietnamitas eran pequeñas multicopistas de fabricación casera, muy rudimentarias y que no hacían ruido. Hubo muchas técnicas y modelos que se podían construir con las instrucciones y dibujos que difundían entre los militantes las propias organizaciones. Bastaban cuatro listones de madera, un organdí o visillo, un papel encerado en el que se estampaban las letras de la máquina de escribir o los dibujos y un rodillo para entintar. Podían tirar miles de panfletos en poco tiempo, se podían mover, colocar en cualquier sitio y cualquiera podía imprimir con ellas. Desde militantes políticos a sindicalistas, pasando por estudiantes, asociaciones de vecinos o cualquier disidente no organizado como, por ejemplo, ciudadanos protestando por la subida de precios del transporte”, recuerda Martínez.

Una 'vietnamita' muy rudimentaria. / CEDIDA

Aunque en los años cuarenta y primeros cincuenta las guerrillas utilizaron la propaganda clandestina para transmitir sus mensajes y mantener viva la resistencia armada contra el franquismo, el hecho de que en las comunidades rurales los vecinos fueran más fáciles de identificar y la propaganda más difícil de ocultar, provocó que este tipo de materiales se desarrollaran principalmente en el entorno urbano.

Un panfleto de la guerrilla rural. / CEDIDA

Se produjeron todo tipo de materiales impresos o escritos en papel. Por ejemplo, libros proscritos, revistas, libritos con cubiertas falsas para disimular su contenido o periódicos, tanto aquellos que se imprimieron de manera clandestina como aquellos realizados a mano en las cárceles. También había boletines o cartas troceadas, cuyos pedazos eran enviados a diferentes personas que debían reunirse para leer su contenido, documentos falsificados, mensajes cifrados, poesías, dibujos, pegatinas, hojas volantes, octavillas… Pero también hubo pintadas, carteles, grabados, pancartas o murales de un arte disidente”, enumera Jesús A. Martínez, que señala que, si bien la mayor parte de esos materiales se producían en el interior del país, algunos procedían del exilio.

“Los que se producían en España eran clandestinos tanto en su producción como en su distribución. Sin embargo, había otros que procedían del exterior y se convertían en clandestinos cuando entraban en el país. Esos casos eran, sobre todo, libros, revistas o publicaciones periódicas convencionales que se distribuían en, por ejemplo, maletas o carteras de doble fondo, por correspondencia con todas las cautelas o en vehículos. De hecho, la policía proporcionaba a sus agentes croquis de automóviles con instrucciones para los registros”.

Croquis de la policía con instrucciones para encontrar propaganda escondida en los coches. / CEDIDA

Especial peligrosidad

A pesar de su limitado alcance y su aparente inocencia, las autoridades franquistas se tomaron muy en serio la persecución de este tipo de materiales. Tanto es así, que este tipo de delitos no fueron tramitados por la justicia ordinaria sino por organismos como el temido Tribunal de Orden Público, antecesor de la actual Audiencia Nacional.

“La Dictadura entendió siempre como peligrosas cualquier tipo de publicaciones que se salieran de los márgenes restrictivos de la Ley de prensa e Imprenta de 1938, una censura de guerra, y posteriormente, de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, que no significó tolerancia alguna, sino la modernización de los sistemas de control ante la avalancha de publicaciones en los años sesenta. Es por ello por lo que las publicaciones clandestinas no estuvieron en la jurisdicción ordinaria, sino en tribunales especiales militares, con consejos de guerra, y en el Tribunal de Orden Público, que empezó a actuar en 1964″, comenta Martínez que, como anécdota, recuerda que la policía también llegó a hacer sus materiales clandestinos para confundir y desprestigiar a las organizaciones políticas clandestinas.

Documentos falsificados para líderes del PCE. / CEDIDA

“El contenido, la morfología, la naturaleza y el sentido de estos materiales no ofrecían duda sobre su origen. Sin embargo, sí que hubo alguna octavilla producida por la propia policía, en concreto por la Organización Contrasubversiva Nacional, primera pieza de la recomposición de los servicios secretos en 1968 y cuyas principales actividades eran la de desacreditar a los disidentes y la vigilancia, infiltración y persecución sobre todo en el ámbito universitario”.

Por último, y aunque en comparación con la propaganda clandestina de izquierdas resultó anecdótica, en Vietnamitas contra Franco también se hace referencia a la propaganda clandestina realizada por grupos falangistas o carlistas después de caer en desgracia a ojos del dictador.

“Eran materiales de la Falange o del carlismo disidentes, sobre todo desde 1947, cuando Franco, con la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, frustró las expectativas de esos sectores de construir el régimen sobre sus proyectos políticos. Esos grupos emularon las técnicas y los procedimientos de la oposición clandestina, pero fueron hechos marginales, con poca fuerza y que tampoco fueron una preocupación prioritaria para el régimen, que nunca les aplicó los procedimientos de represión practicados con la oposición democrática”, puntualiza Martínez, que diferencia claramente entre la actitud y las consecuencias que tuvieron los militantes de esas organizaciones vinculadas a la dictadura y los de aquellas que estaban prohibidas.

'Vietnamitas contra Franco', de Jesús A. Martínez / CÁTEDRA

“Los clandestinos protagonizaron una lucha permanente como respuesta a la persecución por parte del Estado vencedor de la Guerra Civil que, de forma implacable, proyectó la eliminación de sus adversarios y el control de sus disidentes. Se movieron de manera subterránea, a impulsos de su capacidad de resistencia, porque tener o lanzar propaganda clandestina podía suponer multas, detenciones, encarcelamientos y, a veces, hasta perder la vida. Cosas como esta son las que ponen de manifiesto la importancia y el valor de la libertad de expresión y lo que diferencia una dictadura de un Estado democrático”, concluye Martínez.



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