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La excavación del silencio

Una empresa de trabajo temporal ha colocado al peón en una obra. Al final las obras serán dos, aunque la empresa no lo sabe y el obrero todavía no puede afirmarlo con certeza. Hay que transformar una fábrica de zapatos en un bloque de viviendas de lujo. Ocho horas diarias, salario mínimo. Cinco meses después la obra habrá acabado y el peón, antaño jornalero o auxiliar de matarife, guardará la herramienta en la caseta y seguirá camino. Pero se llevará en el morral un precioso destilado. Si se gana el sustento como nómada es porque sólo se detiene a ahondar en su propio oficio. El de poeta. Y ese tiempo empuñando pico y pala ha sido también de recogida de simiente. La que florece en las páginas de este “Diario de un peón”, espléndido volumen de poesía en prosa que treinta años después se traduce al castellano.

Thierry Metz (1956-1997) fue un hombre de destino trágico y escritura enjuta, tan cristalina como hermética, que en una vida de cuarenta años y una posteridad de veintiséis se ha labrado fama de pluma mayor aunque escondida. Nació en París, hijo de un repartidor del popular mercado de Les Halles, y pese a ser lector compulsivo nunca acabó el bachillerato. Sumaría así la etiqueta de autodidacta a la de autor proletario que propiciaron sus humildes ganapanes. Pegatinas, chucherías. Con apenas veinte años se instaló en un pueblecito del sudoeste francés, a orillas del Garona, y en 1988 vio premiado su primer libro. El mismo día que un coche mataba ante su casa y ojos al menor de sus tres hijos. Un niño de ocho años. Jamás se recuperó: depresión, alcoholismo y, al fin, suicidio.

“Diario de un peón” (1990) fue su tercera obra. Un poema en prosa que despliega meditaciones e iluminaciones sobre tajo, compañeros, campiña, familia, urbe, sociedad. Un fértil abanico que, al cabo, resulta pantalla para proyectar, de modo diáfano, el método de trabajo, los anhelos y los símbolos que alimentan una poética donde conviven iniciación, filosofía, política, sensualidad, extrañeza. El lector encontrará, pues, una veta “proletaria” de alusiones a la agotadora esterilidad de excavar, preparar mortero, llenar carretillas y encofrados, montar andamios, aguantar al capataz. También quejas, sones sordos de revuelta, lanzazos al dinero (“botón de oro que vacía la colmena” y “la consume”), acusaciones a “un dios que, haciéndonos señas desde la puerta, corta las alas que nos transportan”, nos vuelve “ángeles terrenales”.

Thierry Metz. .


Es la espuma. Las corrientes profundas del mar de Metz buscan puertos que guardan “lo que ocurre detrás del hombre, donde todo está por hacer”. Porque, intuye, “un hombre nos muestra algo (…). Una lumbre. Una hoja. Hay algo. No sabemos qué. Pero lo que sea está ahí, en lo que dice. En el sueño que toma por su voz. Un pájaro avistado”. Los pájaros, más que el ángel, son los símbolos más queridos del poeta para dibujar “un arcoíris alrededor de la sed”. El arco que le obliga a “dejar la corteza para caminar dentro del árbol”.

Metz sabe que, como los campos, el tajo esconde semillas, “palabras soleadas” que iluminarán sus búsquedas. E intuye cómo descubrirlas. Hay mucha tierra que cavar para reforzar cimientos y abrir garajes. Muchos andamios que montar para izarse a lo más alto. Así que mientras cava, mirando, escuchando, tocando, callando mucho, también excava el silencio. Para encontrar gestos con alma, acciones, objetos, personas, expectativas que, en un instante sin memoria, brinden una palabra arraigada en lo “inagotable”. Porque “el instante sólo tiene nuestros gestos para revelar lo inagotable”, aquello que, como los pájaros, no suele dejar “huella”.

Su proceso, de lenta maduración, va de la tierra al cielo, como un cascayu o rayuela cuya estación intermedia fuese el tajo. Va del fuego laboral, convocado por una mano que a veces aflora vetas de agua, al aire surcado por el pájaro, a ese cielo henchido de una luz que el agua tornasola en arcoíris. La ascensión, también revelada en el campo por árboles y aves, genera un “vértigo”, un abismarse en el “centro” que “tal vez” tengan las palabras. Es entonces cuando los vocablos germinan, y traslucen “lo inagotable” donde arraigan. Se convierten en símbolo y empiezan a dar cuerpo, ahora sí puede afirmarlo con certeza, al libro que será eco del silencio. A la segunda obra del peón.

cultura


Diario de un peón

Thierry Metz

Traducción de Vanesa García Cazorla

Periférica, 128 páginas, 15 euros 



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