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Javier Moreno Luzón, historiador: “Pese a todo lo que se dice, las instituciones resisten”

Javier Moreno Luzón, historiador nacido en Hellín (Albacete), en 1967, acaba de publicar ‘El rey patriota. Alfonso XIII y la nación’ (Galaxia Gutenberg). Aquí, como en toda su obra (‘Romanones. Caciquismo y política liberal’, ‘Restauración y dictadura’, ‘Centenariomanía’…), Moreno Luzón se refiere a los personajes y a la vida de la España más cercana a los hechos que ahora conmueven o interrogan a la vida actual del país que vivimos.

Catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid, tiene maestros de los que reivindica sabiduría y compromiso con el oficio de historiador, como Santos Juliá, José Álvarez Junco y Mercedes Cabrera. Con ellos comparte una cualidad: la escritura, el rigor con el que aborda lo que pasó valiéndose también de los argumentos sintácticos de la literatura actual, de lo que es ejemplo ese volumen que ahora está en librerías, su trabajo sobre el antepasado de don Juan Carlos y del actual monarca, Felipe de Borbón.

Un privilegio del historiador debe ser que sabe lo que pasó e intuye lo que va a pasar.

Sabemos lo que pasó hasta cierto punto. Dependemos por completo de las fuentes, de los vestigios que nos deja el pasado y de las herramientas que tenemos para interrogarlos. Pero cada historiador se plantea preguntas y llega a respuestas distintas, e incluso hay variaciones generacionales. Por eso nunca se acaba de escribir la historia. Eso lleva a debates historiográficos e interpretaciones diferentes, dependiendo de las teorías y conceptos que manejemos a la hora de investigar. Ahora usamos fuentes orales, que antes no se daban, o recurrimos a los medios de comunicación de masas. La historia siempre está en evolución, no sabemos exactamente qué ocurrió. Lo que hacemos es construir interpretaciones verosímiles a partir de lo que podemos comprobar.

¿Qué respondería hoy usted mismo si se le preguntara sobre lo que está pasando?

Están pasando muchísimas cosas, todas a la vez. Quizá nosotros, como protagonistas y testigos de lo que ocurre, no seamos los indicados para trazar con cierta calma un panorama general. Ahora mismo desconocemos qué va a predominar o cuál de las tendencias que están en juego va a imponerse. Además, creo que predomina la confusión. Las redes sociales no han servido, precisamente, para arrojar claridad sobre nuestra mirada, sino más bien para aportar caos. Depende de a qué nos refiramos, a la política, a la cultura, a determinadas zonas del planeta o a asuntos globales como el cambio climático, las tendencias culturales o la geopolítica.

La fiesta de la Constitución no es la más importante del calendario oficial, y habría sido muy conveniente que lo fuera, para reivindicar la convivencia ciudadana, con valores como la pluralidad y la democracia, en vez de basarnos en el recuerdo de glorias imperiales”

Estamos hablando, nosotros dos, el día de la Constitución, en España. ¿Qué le evoca a usted este momento preciso?

Lo primero que diría es que lamentablemente el día del referéndum constitucional, que fue un plebiscito en 1978, no se ha convertido en la fiesta nacional española. El Partido Socialista lo propuso, pero a mediados de los 80 se impuso el 12 de octubre, porque se acercaba el quinto centenario del Descubrimiento de América. Los socialistas, entonces en el Gobierno, pensaron que era una buena idea aceptar las propuestas que venían del centro derecha. La Fiesta Nacional tiene cierta importancia porque señala valores que queremos conmemorar juntos, y por tanto pueden ser la base de la convivencia en nuestra comunidad política, que normalmente es la nación, aunque no siempre. Que fuera el 12 de octubre y no el 6 de diciembre fue una oportunidad perdida, porque el 12 de octubre remite a una historia muy antigua, alude a la epopeya americana, y esa gesta del Descubrimiento no ha sido cohesiva sino divisiva, así que es muy discutible que tengamos que estar reivindicando ese pasado. La fiesta de la Constitución, pues, no es la más importante del calendario oficial, y habría sido muy conveniente que lo fuera, para reivindicar la convivencia ciudadana, con valores como la pluralidad y la democracia, en vez de basarnos en el recuerdo de glorias imperiales y héroes de la conquista. Los españoles apostaríamos así, con mayor claridad, por fundamentos cívicos y políticos, más que por componentes étnicos o culturales.

En su libro sobre Alfonso XIII, usted recoge una frase del embajador de España en Roma en tiempos del exilio del monarca tras la Guerra Civil. Dice algo que ahora se repite también en las manifestaciones ultras en la calle Ferraz. Ahora se dice “España se rompe”, y el embajador hablaba de la “comprometida existencia de España”. ¿Qué está pasando para que España sea un objeto tan maleable?

Creo que estamos asistiendo a un episodio más del resurgimiento del nacionalismo español, que se puede apreciar desde finales del siglo XX, pero que ha experimentado, a mi juicio, un desarrollo extraordinario a partir del procés independentista catalán. Este es el principal motor de crecimiento de la extrema derecha, que también tiene otros elementos, como la xenofobia y la oposición a los avances feministas o de los derechos civiles. Lo que le ha dado fuerza a Vox ha sido la reacción frente al intento de los independentistas catalanes de separarse del Estado. Vox parecía estar perdiendo vigor, y de hecho tuvo peores resultados en julio de 2023 que en las anteriores elecciones, aunque sigue siendo la tercera fuerza política en el Congreso de los Diputados. Pero el acuerdo del Partido Socialista con Junts ha insuflado nuevas energías a esa ola nacionalista española. Han renacido las posiciones esencialistas en torno a la nación y aparecido grupos fascistas e incluso integristas católicos, que se dedican a pedir a la Virgen por la unidad de España, cosas que creíamos ya desaparecidas del panorama político. Los discursos partidistas se van alejando del centro y se van hacia los extremos, y en eso desgraciadamente ha entrado de lleno el Partido Popular, porque piensa que le puede favorecer desde el punto de vista electoral, lo cual le lleva a afirmar, por ejemplo, que estamos entrando en una dictadura.

Estas entrevistas que comenzamos con usted tienen como lema ‘La sensatez y la historia’. Desde su punto de vista de historiador, ¿dónde falla hoy la sensatez?

Desde finales del siglo XX y comienzos de éste, se puso en jaque la interpretación dominante de la Transición, que subrayaba el éxito de los acuerdos de 1978. Hasta entonces era habitual que los académicos consideraran el caso español un modelo del paso de una dictadura a una democracia, parecía que los españoles teníamos algo que enseñar a los demás. Era, evidentemente, un relato parcial, corregido cuando se puso de relieve también la enorme violencia que hubo en aquellos años, o que la Transición no había sido sólo cosa de unos cuantos personajes, como el rey, Adolfo Suárez o Santiago Carrillo, sino algo más complejo, en lo que participaron muchos más actores. La nueva izquierda, que desembocaría luego en Podemos, hizo una enmienda a la totalidad y se puso de moda el término ‘régimen del 78’. Que no es una denominación inocente, porque al franquismo ya se sabe que se le llamaba el ‘régimen’, así que se lanzaba la idea de que no había cambios sustanciales entre aquella dictadura y el orden democrático. Creo que eso hizo mucho daño. Pero no se llegó a una ruptura: Podemos se integró sin problemas en el sistema político, ha gobernado y no hay en sus medidas gubernamentales nada que ataque de lleno al texto constitucional… Ahora ya es una fuerza marginal, que ha quedado en una posición muy desairada. A esa reticencia hacia la democracia española, nacida en las nuevas generaciones, se ha sumado recientemente una extrema derecha que supone un reto para nuestra democracia. Yo no estoy en absoluto de acuerdo con la idea de que VOX sea un partido constitucional, porque pone en solfa algunos de los principios básicos de la Constitución. Uno es, desde luego, que la soberanía reside en el pueblo español, y no, como ellos dicen, en una nación compuesta por los españoles que fueron, por los españoles que viven hoy y por los que vendrán. Ese es el concepto de nación que aparecía en la ley franquista de principios del Movimiento. Otro de esos principios es el estado de las autonomías, parte substancial de los pactos del 78, que ellos rechazan. En fin, lo que pasa es que ya no hay un acuerdo tan amplio como antes, sobre el significado de la Constitución y de estos 45 años de historia democrática. Lo sensato sería rehacer ese marco común.

Esta polarización y ruptura del entendimiento me parece que nace en marzo de 2004, cuando el gobierno de Aznar reaccionó ante el atentado de Atocha culpando a ETA y no al grupo islamista que lo cometió. Eso quebró la unidad contra el terrorismo. Y se puso en duda la legitimidad de los resultados electorales”

El último eslogan más cantado es que España se rompe…

ero no se rompe, ¿verdad? Para empezar, la Constitución está ahí, en vigor. Otra cosa es que se cumplan todos sus artículos o que no necesite reformas. Pero está en vigor. Los gobiernos que hemos tenido han hablado siempre en nombre de los principios constitucionales, y por tanto no ha habido quiebra del sistema. Han surgido, eso sí, nuevos protagonistas de la vida política, y un intento muy serio de romper el Estado, con el proceso soberanista catalán. Pero eso también ha fallado. Pese a todo lo que se dice, las instituciones resisten. Lo que sí hay es una radicalización de los discursos, ese afán de lanzar todos los días mensajes, a cada cual más fuerte, para descalificar al adversario. Esta polarización proviene de la división en dos bloques: el Partido Popular sólo puede pactar con Vox, el Socialista con todos los demás. Y se ha creado una dinámica perversa, contraria a los mecanismos deliberativos que deberían funcionar en una democracia parlamentaria como la nuestra. Esta ruptura del entendimiento me parece que nace en un momento decisivo, en marzo de 2004, cuando el gobierno de Aznar reaccionó ante el atentado de Atocha culpando a ETA y no al grupo islamista que lo cometió. Eso quebró la unidad que había antes contra el terrorismo. A partir de ese momento se puso en duda la legitimidad de los resultados de las elecciones que ganó el PSOE. No se rompieron las reglas del juego, pero se deterioró un elemento básico de la democracia, que es reconocer la victoria del adversario cuando ésta se produce en unas elecciones limpias y legítimas.

Usted es un historiador, estudia lo que pasó. En el caso de la vida política actual, ¿saber le inspira sosiego?

Tiendo a quitarle importancia a algunos asuntos de la actualidad inmediata, pues a menudo parecen muy relevantes pero luego pasan sin pena ni gloria… A mi lo que me preocupa como historiador, quizá, es el abuso de la historia, que se use como arma política. Eso no afecta sólo a los profesionales de la política, sino también a colegas míos dispuestos a ponerse al servicio de causas partidistas, traicionando así los principios deontológicos del oficio con planteamientos presentistas, olvidándose de las fuentes, manipulando el pasado. Esto lo veo constantemente y no me gusta en absoluto. Es triste que esto se haga tergiversando lo que se sabe, por ejemplo cuando se trata de participar en el enfrentamiento entre nacionalismos subestatales y nacionalismo español.

Su libro sobre Alfonso XIII roza en algún momento la actualidad, cuando se evoca la sombra que aquel rey depuesto podría tener sobre la monarquía que nació de 1978.

En mi libro no me refiero exactamente a la actualidad, aunque lo que cuento puede ayudar a reflexionar sobre el presente. La sombra de Alfonso XIII suele evocarse para comparar su vida personal, o su implicación en algunos escándalos, con la conducta de su nieto Juan Carlos I, como si éste fuera una especie de Alfonso XIII redivivo. Siendo así en algunos aspectos, esta es una parte muy pequeña de la cuestión, porque si algo puede decirse de la Corona desde 1978 es que ha tenido un papel político completamente distinto al que representó en los años 20 del pasado siglo. La nuestra es ahora una monarquía parlamentaria en la que el rey tiene un papel básicamente representativo y simbólico, mientras que la de Alfonso XIII era una monarquía constitucional en la que, como pasaba en otros países, el rey tenía un poder político efectivo, que Alfonso ejercía con gran entusiasmo. Aquel monarca aceptó el golpe de Estado de Primo de Rivera, y el 23 de febrero de 1981 el rey Juan Carlos tomó la decisión contraria y apostó por defender el orden constitucional. Hay paralelismos, pero también diferencias muy significativas.

¿Hay, en la historia presente, sobre la que usted trabaja, nombres propios que resulten inolvidables, por su actitud, por su sensatez?

La historia de España, como la de otros países europeos, fue extremadamente violenta en el siglo XX. La guerra y la posguerra españolas lo fueron, tenemos una historia llena de ejemplos de una violencia insoportable. En la Transición hubo gente sensata que venía de una experiencia vital durísima y estuvo dispuesta a hablar con sus enemigos del día anterior, con tal de traer la democracia. Recordemos aquella imagen de Santiago Carrillo cuando exhibió la bandera roja y gualda… Me parece muy injusto que se acuse a los comunistas de entonces –como Carrillo o como Jordi Solé Tura, padre de la Constitución—de haber traicionado sus principios. Gracias a su actitud, y la de otros muchos, vivimos en un sistema democrático. Entre las personalidades que merecería la pena recordar, por su sensatez y buen hacer, citaría a Manuel García Pelayo, un antiguo republicano que volvió de América para presidir el Tribunal Constitucional. Y también a Francisco Tomás y Valiente, otro gran jurista que habría que releer, asesinado por ETA en un terrible atentado que además tuvo gran importancia en la conciencia pública. En su momento, para mi generación, aquel movimiento de Manos Blancas fue crucial, decisivo en el rechazo de la violencia terrorista. Quizá fue el principio del fin de ETA, que acabó siendo un grupo puramente marginal. Al principio hablábamos del Día de la Constitución. Pues aquellas personas representan, a mi juicio, el espíritu de ese 6 de diciembre de 1978 que ahora se acaba de conmemorar.



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