Luka Modric se vio a punto de expirar y exhaló el último suspiro para agarrarse a la vida y seguir cultivando su leyenda por sí mismo. Falló un penalti, desviado por Gianluigi Donnarumma, tan grande, tan largo, y al cabo de un minuto, continuaba la jugada, y le remató a bocajarro después de que hubiera intervenido en otro rechace de Ante Budimir, que acababa de salir al campo, necesitada como estaba Croacia de un gol.
Lo marcó, claro que lo marcó, porque lo buscó, con sus limitaciones, desde el minuto uno. Porque era imprescindible para pasar a octavos de final y perpetuar la era Modric, infinita, interminable, inacabada.
Pero las bonitas historias no siempre tienen un final feliz. Mattia Zaccagni, el último delantero que sacó Luciano Spalleti, resucitó a una Italia ya eliminada, en el minuto 98, destruyendo el enésimo episodio de gloria parido por Modric que se llevó, pese a todo, naturalmente, el trofeo al más valioso del partido. No se lo iba a quitar Zaccagni, el atacante de la Lazio con el tiro que le entroniza.
Andan tan escasas Croacia y Italia, andaban tan angustiadas, que un gol iba a desencadenar un partido distinto al que comenzó. Cambió a Italia, fundamentalmente, tan rácana como el mundo la ha conocido, sin dar nunca más de lo mínimo, de lo imprescindible. El segundo partido no se llegó a disputar, agotado el tiempo.
Necesitaba un punto Italia, quería un punto y no luchó más que por un punto: el que se le daba de oficio por comparecer en el estadio de Leipzig, nuevo, construido donde se ubicaba el antiguo Zentralstadion, con vestigios aún conservados, donde nadie estuvo sentado durante los 90 minutos, excepto vips, tribuneros y periodistas, y donde llovían cervezas y vasos desde las gradas superiores en el nuevo estadio de Leipzig, y donde se encendían bengalas en el fondo con la mayor parte de la hinchada croata.
El gol y la metamorfosis
Cayó ese gol del mito Modric, en el segundo remate balcánico a portería, y se desencadenó la metamorfosis. La que atacaba, o tenía intención de, se puso a defender y a caminar y a malgastar el tiempo, y la que defendía, cuya intención era palmaria, se puso a atacar y a correr con prisa y con ganas, hasta entonces escamoteadas.
Pasaron tan pocas cosas en el primer tiempo, con sólo un minuto de tiempo añadido, que corrieron rumores de que el árbitro del VAR se durmió, ocioso, aburrido hasta que llegó el descanso. Despertó de golpe, recién reanudado el choque, con el brazo extendido de Frattesi que desvió un centro de Kramaric.
El quinto defensa
La vena italiana siempre se hincha en las grandes ocasiones y Spalletti, que no necesitaba ganar, sino no perder, reforzó el andamio con un quinto defensa. A los cuatro de todos los días añadió a Matteo Darmian -una pérdida en el minuto 4 obligó a Donnarumma a desviar un tirazo de Sucic, que exacerbó la voz croata de la grada- y retiró un punta, que iba a ser el lateral Di Lorenzo si Italia se estiraba alguna vez.
Dos de los sacrificados fueron Chiesa y Scamacca, dos delanteros, sin que se sepa muy bien por qué, aunque luego reaparecieron. Ni atacó Italia ante España ni lo pretendió con Croacia. No era ese el plan. EAntes de Zaccagni, el mejor remate, el único, lo conectó de cabeza el central Bastoni, en una acción continuada de un córner. Bastoni marcó a Albania. Es el autor de la mitad de los goles. El otro fue de Nicolò Barella, un centrocampista.
Si algún quieren jugar con España, han de empezar por creérselo y luego educar a entrenadores y futbolistas. No será fácil ni rápido, porque exige un cambio de convicciones que por ahora solo predica Spalletti. Italia ni se atrevió con contraataques que demandasen una mínima combinación de varios jugadores. Devolvían el balón atrás y trataban de fabricar un ataque estático, como si fueran maestros de la elaboración.
Italia se marchó del campo nada más terminar el partido. El árbitro solo dejó sacar de centro. Los futbolistas croatas se quedaron en el césped, disfrutando de la gloria que merecieron y que tan efímera les fue.