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Heroína, sexo y violencia: el viaje al fin de la noche de Antoine d’Agata

En la cinta, un viaje a la sordidez más extrema, las imágenes cadenciosas, veladas por una especie de bruma, transmiten la sensación de un sueño espeso y maldito, como una noche que nunca termina. Sobre ellas, las voces en off de esas mujeres trazan un relato a la vez poético y terrible de sus vidas condenadas. Las vemos esperar solas a los clientes junto a muros desvencijados, o en bosques de los arrabales de la ciudad. En habitaciones mugrientas y camastros andrajosos. Preparan las drogas, se las inyectan y las fuman. Se masturban o mantienen relaciones sexuales. Son imágenes del infierno, o quizá de su antesala. Junto a esos personajes está a menudo el propio d’Agata, que se presenta ante su propio objetivo como otro cuerpo castigado y a la deriva. Hay momentos en que se hace difícil no apartar la mirada de la pantalla.

D’Agata estuvo este otoño en el festival de cine de autor y experimental Curtocircuito, en Santiago de Compostela, presentando de nuevo esta película que el fotógrafo y cineasta francés ha convertido en un work in progress. Allí reconoció que a él tampoco se le hace fácil ver hoy en día esas imágenes, aunque las razones no sean exactamente las mismas que para sus espectadores. Por eso nunca ha dejado de trabajar en la película, de quitar y añadir cosas nuevas persiguiendo una especie de montaje definitivo, quizá una entelequia, al que dará forma en los próximos meses, durante la estancia que va a realizar en el Centre Pompidou de París y en la que pretende, con ayuda del público que asista a sus talleres, acabar de perfilar este trabajo y otros de los suyos.

“En realidad no tengo ambiciones cinematográficas. No quiero hacer una buena película. Atlas es simplemente un homenaje a la gente que me abrió esas puertas de la noche”, explicaba en conversación con este periódico hace algunas semanas en Santiago. En la distancia corta, el fotógrafo es lo contrario de las sensaciones que transmite su película. Un tipo cálido, cercano y extremadamente amable que simplemente vive con unos parámetros diferentes a como lo hacemos los demás.

D’Agata ha hecho de la injusticia, del dolor y de la violencia el centro de su trabajo. Y si él mismo se convierte a ratos en objetivo de su cámara es por pura empatía. Como los personajes que desfilan por su película y por tantas de sus fotografías, es un adicto a las drogas, o al menos lo ha sido hasta hace poco: hoy en día sigue consumiendo pero de manera controlada, explica. Él también ha hecho de su cuerpo un campo de batalla entre el placer y el dolor. Igual que ha elegido pasar su vida entre los más castigados del planeta, como uno más, compartiendo su vulnerabilidad. Meterse ‘picos’ con ellos facilita esa cercanía, porque “la química es el camino más corto para llegar a intensidades que no se pueden ni imaginar”. Ha recibido palizas de narcos y proxenetas, y alguna vez ha estado a punto de perder la vida, como la han perdido varias de las mujeres que aparecen en Atlas. “El tema de mi obra es la violencia. Pero sobre todo la violencia invisible -puntualiza-. Las violencias a las que no queremos mirar. Quiero forzar al espectador a ser responsable. Decirle: esto existe y somos cómplices, culpables”.

‘Phnom Penh Cambodge’, fotografía de la serie ‘Situation’ (2004-2006), de Antoine d’Agata. ARCHIVO


De la religión al punk

El relato que hace d’Agata de su vida está marcado por esa empatía que desprenden sus imágenes. “Siendo adolescente, yo ya sentía esa fascinación religiosa de los monjes que van por ahí llenándose del dolor y de la oscuridad del mundo. Luego, a los 16 o 17 años, cambié totalmente. Me hice punk, anarquista, okupa… Me enganché a la heroína, comencé a convivir con prostitutas, no tenía casa. Salí de Marsella y me fui a Londres, el Londres del ‘jaco’ y los squats, y después a América Latina. Siempre había esa mezcla de la política con la intensidad de la violencia de la calle… Cuando estuve en la guerra civil en El Salvador, o en la revolución en Nicaragua, no fui como militante, sino para vivir todo aquello del lado de la gente de la calle. Hasta los 30 años -rememora- no sabía ni lo que era la fotografía”.

Su encuentro con el objetivo se produjo cuando llegó a Nueva York y se puso a aprender y trabajar con otro artista vinculado con lo extremo, el fotógrafo y cineasta Larry Clark. Hoy tiene ya 62 libros de fotos publicados, y aunque dice que detesta hacerlos, admite que son necesarios “para construir mi camino. Con ellos voy poco a poco limpiando mi discurso, la historia que quiero contar. Una historia política y existencial, porque ese acercamiento constante a la muerte es una manera de vivir con mi cuerpo, parte de mi condición de ser humano”.

D’Agata, durante una de las charlas de Curtocircuito. CRISTINA PADÍN – CURTOCIRCUITO


La cámara ha sido no solo su herramienta de trabajo, sino también su manera de relacionarse con el entorno, aunque su visión de esta práctica no sea exactamente la más extendida. “Para mí la fotografía no es una cosa vinculada con el mirar. Lo que me interesa es desde dónde haces la foto, cuál es tu lugar. No me importa tanto la foto en sí. Me importa quién la hace y por qué. Cuando veo a la gente hacerse autorretratos casi lo entiendo mejor, porque usan la foto para afirmar una posición, una identidad. Yo defiendo eso: la fotografía no como algo que hay que mirar o consumir, sino para afirmar mi posición en el mundo”. Por eso, explica, “en mis fotos no hay una parte psicológica. Yo reflejo una figura humana más o menos neutra que lo único que hace es tratar de vivir”.

Su filosofía es siempre la misma, ya sea en los pasillos atestados de una planta de neumología o en los antros más turbios de México o la India: ‘Entrar en lugares en los que no se entra y enseñar cosas que no se enseñan’”

En ese situarse constantemente entre la vida y la muerte, los escenarios habituales sobre los que trabaja d’Agata son entornos marginales, lugares de conflicto y de guerra, hospitales. En los últimos dos años ha estado varias veces en Ucrania. Y justo antes, durante la epidemia del Covid, se empleó a fondo en las salas de urgencias que eran la primera línea de esa batalla: “En dos meses hice 13.000 fotos, trabajé en hospitales de cinco ciudades de Francia. Luego me fui a cubrir el covid en Brasil, en Madrid la campaña de vacunación…” De aquello salió un libro de 800 páginas, Virus. Su filosofía es siempre la misma, ya sea en los pasillos atestados de una planta de neumología o en los antros más turbios de una ciudad de México o de la India: “Entrar en lugares en los que no se entra y enseñar cosas que no se enseñan”.

Ahora hace un tiempo que no rueda cine, un arte en el que, incluso como espectador, se siente extremadamente sensible. Se concentra en la fotografía, y a pesar de que sigue tomando sustancias, lleva tres o cuatro años sin grabarse o fotografiarse haciéndolo. “Me da asco -sostiene-, tengo una sobredosis de ese proceso incestuoso de filmarme así”. Cuenta que su base es una pequeña habitación en París, pero la suya es una vida nómada, en constante movimiento. Ansía no tener compromisos de trabajo para sentirse libre, y explica que cada vez que pasa un día en una de sus exposiciones, o hablando de su trabajo, como aquí con el periodista, “es un paso atrás. Porque es tanto el esfuerzo por vivir que cada vez que empeño el tiempo en escribir algo, o en imprimir las fotos, traiciono el otro esfuezo, el de vivir esa vida trágica pero real“. Escuchándole, queda claro que su vida solo tiene sentido cuando coloca su cuerpo en esos lugares y con esas personas, en la zona cero del sufrimiento. Disparando con su cámara en el intento de dejar constancia de ese dolor del mundo que cada día, por desgracia, no deja de multiplicarse.



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