El próximo 10 de marzo se cumplirán cien años de la llegada de Miguel de Unamuno a la isla de Fuerteventura desterrado y destituido como rector de la Universidad de Salamanca por Miguel Primo de Rivera. Acompañaba a Unamuno el escritor y político republicano Rodrigo Soriano, que mantenía con Primo de Rivera una larga enemistad que les había llevado incluso a batirse en duelo de espada en Madrid en marzo de 1906 y en el que ambos resultaron heridos de levedad. Primo de Rivera, entonces Coronel, llevó como padrino de armas al duelo a su amigo Gonzalo Queipo de Llano, entonces capitán, con el que tendría graves discrepancias más adelante. No obstante, durante la dictadura de Primo de Rivera algunos de los militares que habrían de tener un protagonismo principal en el golpe de estado de 1936 y en la dictadura posterior fueron consolidando sus carreras y ascendiendo en el escalafón. El Directorio de Primo de Rivera fue el ensayo de la dictadura de Francisco Franco y si no hubiera sido porque ésta eclipsó a aquella hubiera pasado a la historia como la gran dictadura del siglo XX.
Pero volvamos a Fuerteventura y a la llegada de los dos notables desterrados. Aunque los motivos del destierro se fundamentaron formalmente en que ambos sobrepasaron los términos de la limitada libertad de expresión establecida por el régimen, en el caso de Unamuno una carta publicada en la revista Nosotros de Buenos Aires y un discurso pronunciado en la Sociedad El Sitio, de Bilbao, el escritor Wladimir Merino sostiene que el desencadenante y la gota que colmo el vaso de la ira de Primo de Rivera contra los desterrados estuvo relacionado con algo más prosaico: el caso de La Caoba, una prostituta amante del dictador que, además, traficaba con morfina y cocaína.
La Caoba fue detenida en una operación ordinaria de la policía y el juez, osé Prendes Pando, que también había ejercido de juez a principios de siglo en Laviana, la envío a la cárcel. Cuando lo sucedido llegó a oídos de Primo de Rivera éste se puso en contacto con Prendes solicitándole la puesta en libertad de su protegida y amada a lo que el juez se opuso. La respuesta del dictador no se hizo esperar: el juez fue apartado del caso y trasladado a Albacete y el presidente del Tribunal Supremo, Buenaventura Muñoz, que había salido en su defensa obligado a una jubilación forzosa.
El atropello de los jueces por el caso de La Caoba no le pasó desapercibido a Unamuno que se había referido al directorio de Primo de Ribera en una carta dirigida a su mujer y en alguna otra ocasión como un “gobierno de prostíbulo”. Uno de los sonetos de su libro De Fuerteventura a París, habla de ello. Por su parte, Rodrigo Soriano había intervenido con contundencia explicando este truculento asunto en el Ateneo de Madrid el 17 de febrero de 1924, lo que provocó la clausura inmediata de la reconocida institución y la dimisión dos días después de su presidente, Armando Palacio Valdés, prestigioso escritor asturiano.
A pesar de todo, o quizá por ello, nunca se sabe, otro insigne Valentín Andrés, que vivió el Madrid de la época, da cuenta en su libro Memorias de medio siglo que Primo de Rivera aunque gobernaba “como un señorito jerezano” gozaba de un cierto predicamento popular, que Valentín Andrés achacaba a algunas «cualidades» del agrado del pueblo llano: “campechano, juerguista, con líos de mujeres, cliente habitual sin escolta de terrazas de cervecerías y cafés,…” Al punto de que los desaciertos de su gobierno eran atribuidos “a los ineptos y rencorosos consejeros” de su Directorio antes que a él. Prueba de ello es que en las tascas de Madrid se servía por entonces 2un Directorio”: a saber, un vaso de vino acompañado de unos percebes.
Unamuno y Soriano estuvieron en Fuerteventura cuatro meses, alojados en el entonces humilde hotel Fuerteventura, actualmente convertido en la casa museo de Unamuno. A pesar de esa breve estancia, Unamuno se convirtió en el escritor que abrió Fuerteventura al mundo a través de sus poemas, sus artículos y sus cartas. Conocía Canarias por un viaje anterior, en agosto de 1909, a Gran Canaria y Tenerife pero Fuerteventura le causó una profunda impresión, negativa en un primer momento, —isla «desafortunada» la denomina en sus primeras referencias, y positiva con posterioridad a medida que fue advirtiendo sus virtudes y bellezas no exentas de graves obstáculos, principalmente la ausencia de agua. En su diario íntimo y poemario ya citado, De Fuerteventura a París publicado en París en 1925, recoge, además de feroces críticas contra los gobernantes de la época, sus impresiones sobre la isla y se fija en detalles —la aulaga, los camellos, el gofio, que convierte en poesía— para terminar admitiendo que su destierro se convirtió en un nuevo acicate para «continuar mi viaje a través del desierto de la civilización». No cabe duda del vínculo afectivo y emocional que Unamuno estableció con la isla que recorrió en numerosas excursiones —Playa Blanca, Tetir, Tuineje, Tiscamanita, Tesejerague, Gran Tarajal, Betancuria, Antigua, La Oliva,…—, interesándose por los problemas locales, descubriendo paisajes «esqueléticos», bellos e inspiradores y fabulando incluso con la posibilidad de que el volcán Montaña Quemada se convirtiese en el lugar en el que descansar eternamente.
Durante buena parte del siglo XX Fuerteventura —y también El Hierro, La Gomera y Lanzarote— jugaron desde el pensamiento político peninsular un papel de escenario maldito —un «instrumento de tortura», en palabras de Marcial Morera en el prólogo de Fuerteventura, 1924 del historiador Carmelo C. Torres— en el que confinar y castigar a los disidentes. Por aquí pasaron en 1932 también desterrados Buenaventura Durruti y algunos otros destacados anarquistas y también, entre junio de 1962 y mayo de 1963, cuatro de los participantes en el conocido peyorativamente como Contubernio de Munich: Joaquín Satrústegui, Jaime Miralles, Jesús Barros y Fernando Álvarez de Miranda, que años más tarde se convirtió en el primer presidente del Congreso de los diputados de la democracia.
Otro ilustre Vicente —Tini— Álvarez Areces, que fuera con posterioridad alcalde de Gijón y después presidente del Gobierno del Principado de Asturias, aunque no desterrado recaló también en la isla en su juventud para hacer la mili en 1965. Tras su paso por el campamento de Monte la Reina en Zamora, donde coincidió con Felipe González, le aplicaron como castigo Fuerteventura. Por entonces Tini ya estaba fichado por la Brigada Político Social y la isla era un destino para militares de carrera que hubieran cometido alguna falta y para muchos jóvenes antifranquistas que hacían el servicio militar obligatorio. Durante la dictadura del General Franco Fuerteventura seguía siendo algo así como una isla-prisión.
Tras la Guerra Civil fueron recluidos en Fuerteventura presos republicanos y se les prolongó la movilización a jóvenes canarios, reclutados durante la contienda por el bando nacional, que encuadrados en los denominados batallones de trabajadores realizaron trabajos forzosos en la construcción de vías de comunicación terrestre y en la fortificación del litoral durante la Segunda Guerra Mundial tras las sospechas de que, tanto británicos como alemanes, podían intentar hacerse, no solo con la isla sino con el resto del archipiélago, como posición militar estratégica en el Atlántico. Más adelante, en 1954, se inauguró un siniestro campo de concentración, conocido como la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, aprovechando las instalaciones preexistentes de un antiguo aeródromo militar de La Legión —que, por cierto, recaló de nuevo a mediados de los setenta en la isla y permaneció dos décadas en medio de frecuentes desencuentros con la población insular—, en la que en aplicación de la reformada Ley de Vagos y Maleantes fueron recluidos y tratados con vejaciones tanto presos comunes y políticos como, especialmente, homosexuales y transexuales varones que debían ser “reeducados” para su posterior reingreso en la sociedad. La colonia fue clausurada en agosto de 1966.
Al margen de todo esto, las dificultades económicas y la pobreza de El Hierro y Fuerteventura, por si fuera poco, llevaron a la dictadura franquista a una insólita iniciativa: declararlas por Decreto-Ley de 11 de diciembre de 1950 “islas adoptadas” directamente por el propio Franco. Aunque la declaración conllevaba un programa especial de inversiones apenas se realizaron actuaciones que contribuyesen a sacar a las islas de su precariedad.
Volviendo a Unamuno y Soriano ambos tuvieron una muy distinta relación con la isla lo que también contribuyó a tensar y dificultar su relación personal que acabó por convertirse en tormentosa. Mientras Unamuno descubrió un nuevo mundo y creció personal e intelectualmente durante su estancia; Rodrigo Soriano, por el contrario, vivió su destierro con amargura y no tuvo ningún interés en acercarse a la isla, ni en conocer nada de su esencia, llegando a calificarla de “ataúd flotante” como recoge Marcelo C. Torres en Fuerteventura, 1924.
Fuera como fuera, el caso es que el destierro de ambos motivó una creciente ola de protestas tanto en el interior de España como en el ámbito internacional de Europa e Iberoamérica y se organizaron actos, conferencias, recogida de firmas, peticiones de indulto, protestas estudiantiles, plataformas universitarias,… y detrás de toda esa ola de indignación mediática, popular e intelectual se conformaron los ingredientes para poner fin al destierro: por una parte, la amnistía emitida por el Directorio de Primo de Rivera el 5 de julio de 1924, probablemente persuadido de que el destierro se estaba convirtiendo en un problema más que en una solución y que había que poner fin a todo aquello y, por otra, la huida de ambos desterrados la noche del 8 de julio desde Caleta de Fuste hacia Francia, diseñada y llevada a cabo personalmente por Henry Dumay, director del diario parisino Le Quotidien que, aunque vendida a través del diario parisino como una hazaña y una heroicidad —con la colaboración de los desterrados—, fue sobre todo una inteligente operación de marketing y estrategia periodística sensacionalista que les vino como anillo al dedo a todos los participantes.
Le Quotidien publicó la fuga «en varios artículos, como si fuera un folletín» con un extraordinario éxito de público —gracias a ello incrementó notablemente la tirada pasando de los 225.000 ejemplares que tenía en diciembre de 1923 a los 400.000 en junio del año siguiente (Cartas del Destierro, Ediciones de la Universidad de Salamanca)— y los desterrados incrementaron su notoriedad, ya por entonces extraordinaria, como principales arietes opositores de la dictadura de Primo de Rivera. Unamuno y Soriano habían rechazado el indulto que les había llegado poco antes de abandonar la isla e iniciaron con su fuga un autoexilio, el primero en Francia, en París y luego en Hendaya —al que pondría fin en febrero de 1930 tras la dimisión de Primo de Rivera— y el segundo, inicialmente en Francia y luego en Uruguay, desde el que continuaron hostigando al gobierno y a la monarquía de Alfonso XIII.
La redención de Fuerteventura como destino maldito, por así decirlo, no vino de una rectificación del propio gobierno español sino de la mano del canciller alemán Willy Brandt que pasó las vacaciones de la navidad de 1972 en la península de Jandía, que por aquel entonces apenas disponía de equipamientos e infraestructuras no ya para el turismo sino para la exigua comunidad local y tenía en el hotel Robinson club de Morro Jable su avanzadilla. Aquella visita de quince días tuvo una extraordinaria repercusión mediática en Alemania y situó a la isla en el foco del interés turístico de sus compatriotas.
Por cierto, entre ellos una jovencísima Angela Merkel que elegiría otra isla menor de Canarias, La Gomera, para sus vacaciones estudiantiles, opción que mantendría incluso en los años que ocupó la cancillería de Alemania y que se rumoreó podría convertirse en lugar de retiro tras el abandono del cargo.
Si Willy Brandt abrió Fuerteventura al turismo alemán y centro europeo hace cincuenta años, Unamuno la había abierto hace cien a la poesía y la literatura. Seguramente, ninguno de los dos, el socialdemócrata Willy Brandt que hizo excursiones en burro por la isla y eligió la sencillez majorera frente a los florecientes asentamientos turísticos de las islas mayores y el librepensador Unamuno que las hizo a dromedario—camello le dicen aquí— y se fijo en la aulaga y en la perseverante cabra isleña, se hubieran imaginado que, cincuenta y cien años después respectivamente, el crecimiento turístico de la isla alcanzaría tal dimensión. Fuerteventura está ahora situada entre los destinos emergentes de “éxito” y eso tiene sus riesgos porque, como es sabido, de éxito también se muere.
En mi opinión, externa, a vuela pluma y salvo consideraciones mejor fundadas, tres son los principales riesgos de la evolución turística de Fuerteventura: la masificación, la banalización y que el crecimiento turístico insular no esté contribuyendo en todo su potencial a solventar la desigualdad social y económica de la comunidad insular, ahora ya más internacionalizada que genuinamente majorera y en la que conviven trabajadores procedentes de países pobres con acomodados residentes europeos, además de un cada vez más numeroso contingente de turistas y cruceristas. Y lo peor, y en esto deben aplicarse los políticos insulares, regionales e incluso los nacionales, son las dificultades estructurales que provocan para las opciones locales de desarrollo regional las multinacionales y los distintos operadores empresariales que se mueven a su rebufo, cuando, como es el caso, localizan sus intereses económicos monopolísticos sobre territorios de alto valor añadido, comolas islas Canarias.
Si Willy Brandt, Unamuno,que no se callaba una, y todos los políticos que pasaron desterrados por estas islas levantasen la cabeza seguramente harían observaciones y críticas, desde sus distintas perspectivas ideológicas, sobre la realidad contemporánea de una isla que a través del turismo genera más riqueza que nunca en su historia pero que, seguramente, no la reparte como cabría de esperar.
Probablemente no sería descabellado dedicar, dentro de los actos previstos para la celebración del centenario del destierro de Miguel de Unamuno, un espacio de encuentro y reflexión para evitar el riesgo de que el turismo, en su peor versión, acabe por desterrar a la isla de su identidad, de su propia historia.