No hay ninguna ley, ni escrita ni consuetudinaria, que promulgue que cientos de músicos tengan que ponerse de acuerdo para publicar sus mejores discos durante el mismo año. Los calendarios son, igual que esas listas anuales que tanto nos gustan a los periodistas musicales, intentos de enjaular la creación en celdillas temporales. En cierto modo están condenados al fracaso, porque la historia de la música popular, del arte en general, está repleta de gozosas asincronías y de un sinfín de excepciones que confirman las reglas y desbaratan los tópicos más enquistados.
Quizá no haya motivo alguno para añorar 1994 más que por el simple hecho de que todos éramos bastante más jóvenes: teníamos más pelo, ninguna cana, escasas arrugas, quizá también algún kilo de menos y –desde luego– también muchas menos preocupaciones porque la vida se abría en flor ante nosotros como un infinito muestrario de suculentas posibilidades. Doy por hecho, afortunados de vosotros, que algunos ni siquiera teníais uso de razón. O mejor aún: ni habíais nacido.
Pero basta un simple vistazo a la cosecha musical de hace justo 30 años para darse cuenta de que vivíamos en la cresta de muchas olas. En uno de esos raros periodos de esplendor en los que no pocos de los lenguajes musicales que hoy en día aún parten alguna pana, o cuyo eco todavía reverbera, llegaban al pico de su potencialidad: habían tocado techo y no enfilaban la inevitable pendiente abajo. Es más, difícilmente lo alternativo y lo mainstream, lo underground y lo decididamente comercial, volverían a cruzar sus caminos (o incluso a fundirse) con la misma armonía que en 1994. Seguramente 1991 fuera más rompedor, pero muchos de sus logros no cristalizaron hasta tres años después.
Internet aún no había cambiado nuestras vidas y los discos en formato físico se vendían como rosquillas (ya fueran vinilos, cedés o cintas de casete) sin que nadie pudiera aún atisbar nubarrones en el horizonte. Quedaban solo cinco años para 1999, el ejercicio en el que más discos se vendieron en toda la historia. Pero en 1994 vivíamos en tiempos de la generación X, la apatía slacker y la coronación de la integridad (sin asomo de cinismo ni de aderezos postizos) como valor deseable en el mundo de las artes, aún sin disolverse en el éter de la postmodernidad. El eterno reciclaje de ideas de los 2000 y su sucesión de revivals no tenían fecha asignada. ¿Lo recordáis?
Estilos que alcanzaban su cima
Si uno hace el sencillo ejercicio de preguntarle a San Google cuál fue musicalmente el mejor año de la década de los 90, la respuesta es clara: 1994. Hay decenas de argumentos periodísticos que lo justifican, e innumerables opiniones vertidas en toda clase de foros. Como apuntaba, por ejemplo, el periodista David Barnett hace un lustro en las páginas de The Independent, fue el año en el que las barreras estilísticas comenzaban a difuminarse y la integridad cotizaba en las listas de éxitos. Veamos: el brit pop aún no se había convertido en una insoportable feria de las vanidades porque Blur, Oasis y Suede publicaban sus mejores discos y no esbozaban declive, mientras Pulp aguardaban turno con su cuarto elepé. Incluso Morrissey, a quien muchos daban por amortizado, desveló su mejor obra en solitario. El grunge vivía su máximo punto de ebullición, con Pearl Jam convenciendo a quienes dudaban de su autenticidad con Vitalogy y Kurt Cobain demostrando que su discurso bien podría haberse reciclado con un plus de madurez (aquel MTV Unplugged publicado unos meses después de su muerte, en abril del mismo año), justo antes de que sucedáneos como Live, Stone Temple Pilots o Bush conquistaran el mercado (estos últimos lo hicieron ya en 1995 porque su debut vio la luz en diciembre de 1994).
Hasta los mega vendedores R.E.M. habían dado su bendición al líder de Nirvana en Let Me In (exactamente igual que Neil Young aquel mismo año en Sleeps With Angels), una de las canciones de Monster (1994), que también rendía honores desde su púlpito multinacional a la electrizante sonoridad, rebosante de guitarras con feedback y distorsión, de la nación alternativa a lo largo de aquel mismo disco. Había algo (mucho) de justicia poética en esa decisión, porque el indie rock norteamericano deparaba también algunos de sus mejores trabajos, a nombre de Pavement, Sebadoh, Built To Spill, Guided By Voices o unos debutantes Low. El indie estaba a punto de dejar de ser una actitud para convertirse en una suerte de estilo. Sin olvidarnos del riot grrrl: desde el estado de Washington, al noroeste del país, un puñado de bandas femeninas reivindicaban por fin un nuevo espacio para las mujeres, sin los lastres del feminismo de la generación anterior, aunque su onda expansiva fuera de efecto retardado porque su propia naturaleza mostraba aversión por los grandes medios y corporaciones.
Grandes debuts y confirmaciones
Massive Attack con su segundo disco y Portishead con su debut daban cuerda al trip hop como un juguete en continua transformación, un par de años antes de que el estilo se convirtiera –en manos de otros– en banda sonora de anuncios de colonia, hilos musicales para ascensores y consultas de dentista. Fue también un año pródigo en debuts de impacto, en algunos casos nunca superados, como los de Jeff Buckley, Beck y Weezer, los tres medrando de forma ejemplar entre la corriente principal y las que discurrían por el subsuelo. Los dos últimos siguen viviendo (mucho más los últimos) de aquellas rentas, algo que Buckley no pudo hacer porque las aguas de un afluente del Misisipi nos lo arrebataron tres años después. Hay una cierta unanimidad entre los medios británicos y norteamericanos a la hora de valorar aquellos 12 meses, porque también Billboard (“se produce un perfecto equilibrio en el sistema”, dijo), LA Weekly o la edición yanqui de Rolling Stone advirtieron hace tiempo de su carácter de hito: para esta última, la palabra alternativo empezó a perder su sentido desde el momento en que ocho álbumes procedentes de ese ámbito se inmiscuían con descaro en el Top 10 norteamericano. Entre ellos figuraba Dookie, el tercer disco de unos Green Day que ponían de moda por todo el planeta el revival punk rock californiano justo unas semanas después de haber pasado por España en una gira por pequeños gaztetxes, casas okupas, casales populares y centros cívicos ante unos pocos centenares de personas. Nunca más se les podría volver a disfrutar en petit comité. Otra pequeña revolución que se había desbordado para no volver nunca al punto de partida. Vivíamos un momento histórico, pero no lo sabíamos.
El black metal, con el debut de Korn, el rock industrial, con la reválida de Nine Inch Nails, y el hip hop, con las primeras entregas de Notorious B.I.G. y Nas o los Beastie Boys marcando su primer cénit con su cuarto disco (qué lejos quedaban remedos como Vanilla Ice o MC Hammer) también eran géneros sometidos a un abrillantado que rara vez volverían a lucir. Incluso se podía apreciar un instante de ingenuidad primigenia, no contaminada por las grandes audiencias y las expectativas desmesuradas, en los primeros singles de Chemical Brothers, el segundo elepé de The Prodigy o el tercero de Underworld, aún lejos del fenómeno Trainspotting (1997) y de los festivales que frecuentarían en su toma de poder de aquellos grandes recintos que hasta entonces habían sido exclusivos del rock de guitarras.
Más atenuada resulta la presencia de hallazgos de 1994 en nuestra producción musical. La revista Rockdelux introducía su resumen del año en España en su número de enero de 1995 diciendo que “la autocrítica y los atisbos de madurez han contribuido a una de las más abultadas y variopintas cosechas”, algo que se reflejaba en la ampliación de discos destacados (de 20 a 30) por el medio y en un inédito empate en cabeza entre los discos de Family y Cancer Moon. A largo plazo, sin embargo, el impacto de aquel año quedó algo más diluido: ocho de sus discos figuraron en su especial resumen con los cincuenta mejores discos estatales de los años 90 y solo tres en su número con los cien mejores discos hispanos del siglo XX, entre ellos Un soplo en el corazón de Family, Indicios de Carlos Berlanga y el debut homónimo de Le Mans. Se imponía un recambio generacional y regía escasa sincronía con los fenómenos de fuera de nuestras fronteras. Los Planetas, que están ahora celebrando los treinta años de su efervescente debut, Súper 8, aún tendrían que esperar cuatro años para entregar su obra maestra.