Philip K. Dick falleció cinco meses antes de que su nombre se hiciera mundialmente universal gracias a la adaptación cinematográfica de uno de sus cuentos y el término ‘blade runner’ se incorporara a nuestro imaginario. Entonces, 1982, apenas le lloraron aquellos, pocos, que incansablemente le habían reverenciado como un gurú de la contracultura, como el escritor visionario capaz de levantar la cortina entre la realidad que conocemos y las otras ‘realidades’ que no nos han sido reveladas, como un reformador de un catolicismo herético, como un loco a la vez lúcido y paranoico.
Hoy la figura del que es sin duda el escritor de ciencia-ficción más influyente del siglo XX se ha agigantado con el paso de los años, porque la idea de que vivimos en un mundo que es mero simulacro dominado por fuerzas superiores que no podemos controlar no solo es el núcleo duro de aquellas teorías conspiranoides que nos irritan, también -aunque nos resistamos a aceptarlo- sentimos que está en el sustrato de muchos de nuestros temores más íntimos.
Y por fin, con más de diez años de retraso, la buena nueva. Se publica en castellano la que quizá sea su obra más legendaria, ‘Exégesis’, reunión de textos esotéricos, reflexiones filosófico-existenciales, sueños, cartas y diario personal, que suman originariamente unas 8.000 páginas, muchas de ellas escritas a mano y que el autor redactó desenfrenada y compulsivamente para sí mismo, como un mandato divino, sin la intención de que fueran publicadas. A la muerte de Dick, aquel material fue almacenado en un garaje por el amigo y albacea literario del autor, Paul Williams. Tuvieron que pasar 30 años para que la editora Pamela Jackson y el novelista Jonathan Lethem decidieran hincarle el diente a aquel caótico manuscrito hasta seleccionar, previa transcripción de un club de voluntarios dickianos cuando todavía no existía internet, un volumen final de textos que alcanza las mil páginas, que es lo que precisamente ahora se traduce finalmente bajo el sello Minotauro.
Profeta del presente
“Dick era una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia”, dijo Roberto Bolaño que lo admiraba mucho. “Vivimos en el mundo que él imaginó”, aseguró Emmanuelle Carrère, autor de una biografía tan alucinatoria como las propias obras de Dick. Hay muchas historias que conforman el dibujo de la vida del autor. A saber: que Jane, su hermana melliza, murió de desnutrición cuando ambos eran bebés y que desde entonces la tumba de la pequeña esperó a Philip hasta el punto de que en la lápida, junto al de su hermana, se esculpió su nombre y año de nacimiento con un guion y un espacio en blanco. Allí fue enterrado 53 años después. Dick solía contar a quien le quisiera oír que el muerto era él y no su hermana.
Esquizofrénico torturado, Dick sufrió toda su vida como un condenado, sintiendo que era víctima de una persecución cuyos responsables eran intermitentemente los Panteras Negras, el KGB, el FBI, Richard Nixon -su gran bestia negra- o Stanislaw Lem que le quiso ayudar pero a quien él consideraba enloquecidamente un agente del poder soviético. Los tiempos de la guerra fría, con sus espías y sus comunistas ocultos, eran el sustrato perfecto para esos delirios conspirativos y tampoco ayudaba que fuese un consumado adicto a las anfetaminas. Suele decirse que sus novelas fueron consecuencia de su ingesta de LSD. Pero ‘El hombre en el castillo’ -la más reconocida, la famosa distopía en la que los alemanes han ganado la Segunda Guerra Mundial – o ‘Ubik’ -que explora la idea de los diversos universos alternativos, al igual que el cuento ‘Podemos recordarlo todo por usted’, que dio origen a ‘Desafío total’ – fueron escritas muchos antes de que él llegase a probarlo. Sus delirios hasta ese momento no necesitaban un detonante. Eso vendría más tarde.
El rayo rosa
Esa otra historia sitúa a Dick entre febrero y marzo de 1974, un acontecimiento que él siempre llamará 2-3-1974. La habitual grafomanía del escritor se encontraba entonces en dique seco, pero eso pronto iba a cambiar. Como aprecia Jonathan Lethem, “la vida de Philip K. Dick empezó a parecerse a las novelas de Philip K. Dick”: en una visita al dentista por una muela del juicio que no acababa de salir, este le propinó un chute de pentotal sódico, lo que popularmente se conoce como suero de la verdad. Poco después, sintió que un rayo rosa le fulminaba provocándole un conocimiento absoluto del universo, lo que le llevó a bautizar él mismo a su hijo mientras en su aparato de radio desenchufado oía mensajes inquietantes y se sentía invadido intermitentemente tanto por el espíritu de Tomás, un cristiano perseguido en tiempos del imperio romano, como por el del televisivo y herético obispo James Pike.
A lo largo de los ocho años siguientes, los últimos de su vida, Dick sufrirá visiones, sueños proféticos y el rayo rosa llegó incluso a ‘informarle’ que su hijo sufría una hernia que los médicos no habían sabido detectarle y que en una posterior consulta se reveló como un diagnóstico verdadero. Una anécdota que el escritor adoraba relatar. La vida del escritor entra entonces en una etapa mística. ¿Fue a causa de un fallo neuroquímico? ¿Epilepsia del lóbulo temporal? ¿O bien un intento de emular a su colega L. Ron Hubbard, fundador de la iglesia de la Cienciología?
Dejarse llevar
Pero en lo que nos ocupa, su labor más importante fue la redacción de la novela ‘SIVAINVI’ (‘VALIS’ en el original) en la que ficcionalizó todas estas experiencias delirantes y, por supuesto, la ‘Exégesis’. La palabra griega exégesis supone extraer el significado de un texto. Habitualmente se utiliza con textos sagrados y Dick no iba a ser menos, todos esos escritos -podía llegar a escribir de 15 a 20 páginas algunas noches de insomnio- analizaban sus propios textos sacros, es decir, sus primeras novelas, de las que extraía interpretaciones tan fascinantes como delirantes. Tal y como explica Lethem, los hijos de Dick fueron bastante reacios a que esta rareza absoluta, y un tanto vergonzante para ellos, viera la luz inmediatamente después de su muerte, en un momento en el que la reputación del autor estaba llegando a los ámbitos académicos.
Finalmente, el libro está aquí. Para leerlo quizá se necesite un enorme interés por la obra del autor, porque no es fácil. Pero quizá lo mejor para abordar esta rareza absoluta sea dejarse llevar por la recomendación de Lethem, aceptándola como lo que es, quizá “un largo experimento sobre la mente de uno mismo”, aunque finalmente se declare impotente a la hora de definir lo que realmente es. “Entregarte a ella con un espíritu de curiosidad puede ser fascinante. Y sentir fascinación por algo […] es querer más”, es el consejo. Así que lo mejor es… dejarse llevar.