Marlon Brando hubiera cumplido ayer cien años. El actor que aplicó un método revolucionario al modo de interpretar en Hollywood y que hizo de su carrera y su vida un batiburrillo de grandes pasiones y no pocas pequeñeces en la gran pantalla indignas de su talento, conserva intacta su capacidad de fascinación y seducción incluso hoy. Su legado es salvaje y delicado a la vez, magistral en buena medida a pesar de dejarse arrastrar por una comodidad estéril en su crepúsculo y de renunciar a parte de sus inquietudes artísticas (su trabajo como director en “El rostro impenetrable” dejó claro que, a pesar de sus errores, tenía mucha munición de gran calibre creativa). Una loable manera de rendirle homenaje es aprovechar la reciente edición de “El universo de Marlon Brando”, una exhaustiva y muy personal enciclopedia sobre el actor construida de modo coral por distintos especialistas españoles que abordan su carrera y sus peripecias vitales más importantes con un excelente andamiaje fotográfico.
Ahí están los análisis críticos y didácticos de películas emblemáticas de Brando. Sus grandes trabajos (“El Padrino”, “Apocalypse now”, “Un tranvía llamado Deseo”, “Julio César”…) y también otros que hizo a desgana o por pasta, especialmente en sus últimas apariciones en la pantalla grande, cuando le colocaban micros bajo la ropa para no aprenderse los guiones. En sus buenos tiempos, Brando, el motorista malencarado que un día dejó perplejos a todos haciendo que Shakespeare sonara a gloria maldita, se ponía los personajes de segunda piel, como el Kowalski de “Un tranvía…”. Leemos a Espido Freire: “Su imagen es una de las más conocidas de la Historia del cine, una de las más reconocibles. Sobrevivió a ella, no obstante, desarrolló una larga e irregular carrera, se resarció con Coppola de aquel ‘Oscar ‘perdido y se lo entregó a una indígena, más presente que nunca por su ausencia. Demostró que se podía esperar mucho, todo, de aquel rostro hermoso y de aquella mirada esquiva, y lo superó con creces: repetido, parodiado, imitado hasta la extenuación, ha sido el más violento de los galanes, el más atractivo de los villanos”.
Su Vito Corleone de “El Padrino” es otro trabajo (p)referencial. Escribe Gregorio Belinchón que si la película es una obra de arte, “la labor de Brando solo se puede calificar de la misma manera (…), volvió a ser el más grande, adorado por las generaciones posteriores de intérpretes”. Y, como ejemplo de todo lo contrario, “Désirée”, donde encarnaba a regañadientes a Napoléon. Como apunta atinadamente César Bardés, “parece desganado”, y en algún pasaje “ridículo”. “El último tango en París” llevó a Brando por primera vez en su vida, recuerda Eva Peydró, a internarse “en los vericuetos emocionales de sus propias entrañas a la hora de trabajar, lejos de la técnica interpretativa de su idolatrada Stella Adler”. Hay mucho donde elegir, pero quedémonos con la notable disección que hace Carlos Marañón de “El rostro impenetrable” y su “impetuosa extravagancia”.
El universo de Marlon Brando
Varios autores
Notorius, 238 páginas, 39,85 euros
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