Penelope Fitzgerald crea adicción. Y las adicciones literarias son muy sanas y nutritivas. A los 24 años de su muerte, su obra se mantiene tan viva como el primer día. Ningún lector exigente debería dejar pasar títulos como “La librería”, “A la deriva”, “Voces humanas” o su última obra, “La flor azul”. Palabras mayores de una autora que nunca toma caminos trillados. Su editorial española, Impedimenta, se ha empeñado en reivindicar a Fitzgerald (Lincoln, 1916-Londres, 2000) como figura imprescindible. Y para rematar la jugada maestra no podía faltar su debut en 1977: “El niño de oro”. Desde la primera página se percibe un talento excepcional para la creación de tramas sutiles con muchas honduras espolvoreadas por esa prosa exacta y evocadora que blinda la tensión narrativa.
La autora de “El inicio de la primavera” desprende capas de humor y se divierte desplazando piezas de sesgo convencional por otras que pillan desprevenidos a los lectores. No hay nada más saludable que poner las fichas en el tablero y luego cambiar las reglas del juego. De sensibilidad aguda e inteligente, Fitzgerald es, en primer lugar, una constructora de andamios literarios sin fisuras, y, después, una finísima orfebre de palabras que busca y rebusca hasta encontrar la horma exacta para lo que quiere expresar. ¿Alardes? Eso queda para los escritores inseguros o fatuos. Nuestra amiga Penelope (porque después de leerla nace una amistad entre creador y lector, pura magia literaria) no hace trampas ni siquiera cuando juega con cartas marcadas: ahí entra en escena la complicidad entre emisores y receptores.
Un escenario de primera categoría: el Museo británico. Un reparto de personajes a cuál más atractivo. Espías, exploradores. Y una momia ¿Una momia? Como lo leen. Y con tesoros rondando por ahí. Los londinenses forman grandes colas para visitar una exposición sobre los garamantes, antiguo pueblo africano muy, muy misterioso. Dos piezas atraen todas las miradas: una madeja y el niño de oro. Un niño maldito. ¿Bobadas? Bueno, hay un intento de asesinato en el Museo, que nadie se lo toma a risa. Entran en escena los polis y dos académicos. Y la condición humana empieza a hervir con el juego lento de las envidias, los celos, los secretos mal custodiados. El rencor, siempre tan malévolo. Fitzgerald se las arregla para engarzar el misterio de elegantes perfiles británicos con un humor costumbrista irresistible, aplicado en su justa medida. Con la Guerra Fría marcando el paso histórico, “El niño de oro” lanza joviales dardos a todo lo que apeste a elitismo cultural, político y universitario, mientras fija los marcajes sobre cuestiones de la sociedad londinense muy acer(t)adas; y todo ello fundiendo el entretenimiento con la calidad literaria. Estaba claro que esa escritora iba a volar muy alto mostrando las debilidades humanas a ras de suelo. Pasen y lean.
El niño de oro
Penelope Fiztgerald
Traducción de Miguel Temprano
Impedimenta, 224 páginas, 20,95 euros
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