El Manchester City le propinó una soberana paliza al Real Madrid y, en justo castigo, los ingleses fueron eliminados de la Champions. En la resaca, el Barça en estado de shock postraumático quiso demostrar en el Bernabéu que los madridistas son una leyenda y poco más. Sin embargo, cada vez que los azulgrana se adelantaban, sufrían de inmediato un zarpazo igualador.
Los madridistas se conformaban con un empate tranquilizador. Sin embargo, la insistencia barcelonista obligó al Madrid a ganar definitivamente la Liga, porque ni las matemáticas prevalecen contra su superioridad. La debilidad de la zaga azulgrana sería un argumento suficiente para justificar la derrota final, pero la lógica obliga a contemplar la hipótesis de la magia blanca.
El Madrid prefiere empatar a ganar. Dos igualadas lo auparon a las semifinales de la Champions, y pretendía garantizarse la Liga sin marcar más goles que el Barça. Salvo que fuera estrictamente necesario. El balance psicológico es más importante que el futbolístico. Los blancos se siente igualmente cómodos, o más, cuando van por detrás en el marcador. En cambio, a los azulgrana se les hace insoportable conducir un partido con ventaja.
Al margen de un resultado excesivo para los merecimientos madridistas, el guion se ajustó a lo previsible. La noticia de la noche consistió en que Xavi no fue expulsado por cuarta vez en lo que va de temporada. A cambio, Yamal lo dejó expuesto tácticamente al enloquecer a la zaga madridista. La estampa del gigantesco Rüdiger abrazando al adolescente junto al área en la segunda mitad sellaba la incomprensible decisión de sustituir al delantero frente al PSG.
El disciplinado Barça cumplió estoicamente con el trámite de verse descabalgado de la única competición en que depositaba sus vanas esperanzas. De vacaciones en abril, porque el Madrid solo ha sufrido una derrota en lo que va de Liga. Y contemplando a los limitados discípulos de Ancelotti, surge la perplejidad ante la debilidad manifiesta de sus rivales nacionales.
Madrid y Barça son los Apple y Google del fútbol español, su hegemonía viene acentuada por una Liga tramposa que neutraliza a cualquier aspirante a igualarles. El clásico vuelve a demostrar que el emparejamiento es desigual, y no porque Xavi sea un mal entrenador. Solo es un mal perdedor.