En pleno centro histórico de Madrid, a unos pasos de la Puerta del Sol y del Congreso, permaneció incrustado durante décadas El Garabatu, un chigre asturiano donde se degustaban los clásicos de la gastronomía regional en un ambiente típico, que ayudó a los oriundos a calmar la nostalgia que brotaba en la distancia y a los curiosos les hacía disfrutar los sabores de la patria querida. Era uno de los destinos preferidos de Fernando Savater en la gran capital. El orondo filósofo donostiarra, de ojos vivarachos, mente rápida, palabra fácil y un poco cascarrabias, acudía con frecuencia en compañía de una amante. Tenía predilección por el pote y se sentía atraído por el nombre de otro plato. Desde entonces, tuvo en la cabeza la idea de escribir un libro de política que se titulara “Carne gobernada”.
Pasados años y paños, en una noche estival rociada por un suave “orbayu”, algo cargado de whisky, entre retozos con una amante distinta, Savater vuelve sobre aquella vieja idea y decide redactar el libro con la premura que impone la certidumbre de que el tiempo es finito y se acaba. Lo hace en el “estilo tardío”, sin planificar el contenido, dando rienda suelta a la improvisación, tecleando lo que buenamente se le ocurre. La vivencia de la vejez como una humillación se filtra en cada página. Ante la inminente “llegada”, el filósofo practica la autoironía, se compadece, despotrica y enseña a reírse de uno mismo. Todo queda dicho en primera persona. Este es un libro autobiográfico, que se cierra con un escueto manifiesto de la desolación al que Simone Weil puso por título “Despedida”.
Para rematar la faena, Savater confiesa que ha pasado el verano escribiendo, “a veces con afán y casi siempre con desgana”. Cabe preguntarse, entonces, por qué ha escrito este libro. En él cuenta sus amoríos y peripecias eróticas, su afición a la bebida, a la literatura fantástica y a Italia. Rinde homenaje a sus mejores amigos. Y habla de su declive, de las flagrantes calamidades de la edad, del inexorable final, casi siempre en tono jocosamente travieso. Cuando discursea sobre política, sin embargo, no se permite bromas. Ataca sin piedad a determinada izquierda, a su periódico de medio siglo y al nacionalismo. Ondea el lema de “libres e iguales”. Le resulta lúdica y ajustada la etiqueta de “anarquista moderado” que le puso un policía, pero más en serio se define como un liberal socialdemócrata, opuesto al comunismo y al liberalismo radicalmente individualista.
Poco después de su decepcionante concurso en la guerra civil española, George Orwell no concebía que se pudiera escribir de otra cosa que no fuera política. Tres de las cuatro motivaciones que empujan a un autor, según apuntó en su artículo de 1946 “¿Por qué escribo?”, egocentrismo, prurito estético e intención política, han coadyuvado implícitamente a sentar a Savater ante el ordenador. El libro recoge retales de una vida e ideas trilladas. Apenas ofrece novedades, salvo varias reflexiones descarnadas y melancólicas, propias de la edad avanzada. En fin, no es un libro que proponga algo de singular interés. Es un libro leve, de lugares míticos, El Garabatu, la librería Lagun (amigo), fortín de la resistencia antifranquista y contra ETA, la Concha y el Hotel Londres; de recuerdos de su amada Pelo Cohete, de Marías, Azurmendi y Guerra Garrido; de pensamientos profundos aligerados por el discurrir de los días y de palabras al viento. De principio a fin está lleno de sabiduría sobre la vida y cómo no desaprovechar la oportunidad de gozarla. Savater es uno de los últimos intelectuales, en el sentido decimonónico del término, de nuestra vida pública. Escribe con prosa sencilla, fluida y transparente como el agua cristalina. Solo quiere gritar que todavía existe. Dice el corrido que la cuestión no es llegar primero, sino saber llegar. El libro no tiene mayores pretensiones, pero el lector sonreirá a este Savater desinhibido y más que cuerdo.
Carne gobernada
Fernando Savater
Ariel, 174 páginas, 21 euros