Hoy es 15 de abril. Una de las pocas certezas que existen en el fútbol es que tal día como hoy el Liverpool no jugará ningún partido. No lo hace desde 1989. Es una de sus maneras de homenajear a los casi cien aficionados que perdieron la vida tal día como hoy durante la semifinal de la Copa Inglesa en Sheffield. Razón parecida por la que “The Sun” lleva treinta y cinco años sin venderse en Liverpool y pobre del quiosquero que tenga la ocurrencia de ofrecérselo a sus vecinos. La ciudad nunca perdonó el tratamiento informativo que el tabloide dio a su gente los días posteriores a la tragedia, dando siempre por indiscutible las versiones oficiales, culpabilizando en exclusiva al comportamiento de los aficionados y acusándolos incluso de robar a los hinchas que habían perdido la vida. Las disculpas del periódico, que no fueron aceptadas por el Liverpool, cayeron en saco roto porque hay cosas que la ciudad no perdona.
Hillsborough es la historia de un desastre, de una masacre que acabó con la vida de 97 hinchas del Liverpool y que cambió para siempre el fútbol. Sucedió a primera hora de la tarde de un 15 de abril de 1989. Las aficiones del Liverpool y del Nottingham Forest acudieron en masa a Sheffield con la idea de presenciar la semifinal de Copa. Como la mayoría de estadios ingleses, Hillsborouh era incómodo, viejo, inseguro, con el terreno de juego rodeado por una valla difícil de superar, con pasillos estrechos y accesos complicados: el típico recinto en el que decenas de miles de aficionados seguían cada fin de semana los partidos de pie en medio de una incomodidad difícil de entender si no has crecido en medio de esa marea humana. Pero así de irracional era el fútbol de aquel tiempo. Tuvo que llegar ese día terrible para que las autoridades y la sociedad entendiesen que aquello tenía que cambiar.
A la afición del Liverpool le correspondió ocupar Leppings Lane, un graderío infame que media hora antes de comenzar el partido ya estaba atestado de gente. Un atasco colapsó ese día en las calles de Sheffield a un buen número de aficionados del Liverpool que llegaron a toda velocidad al estadio sin que la policía, inexperta en manejar situaciones de aquel tipo y cuyo jefe había accedido al cargo un par de semanas antes, fuese capaz de ordenar su entrada. En vez de dirigir al público hacía la zona alta de la grada -donde quedaba espacio de sobra- los hinchas del Liverpool trataban de acceder por las primeras puertas que encontraban a su paso. Eso llevó a toda aquella marea al mismo lugar, hacia la grada baja del fondo que ocupaban. Los aficionados de aquel sector comenzaron a ser empujados hacia la valla que ejerció de frontera inexpugnable con el terreno de juego. La policía observaba la escena sin entender que la única solución era abrir las puertas de acceso al terreno de juego y evitar que la grada se convirtiera en un matadero. Con varios minutos de retraso comenzó la semifinal mientras las cámaras de televisión no hacían otra cosa que dirigir sus objetivos a aquel fondo que parecía estar a punto de reventar. Los seguidores del Liverpool aprisionados comenzaron a subir la valla, otros fueron izados hacia el primer anfiteatro. Un grupo de hinchas, que consiguieron romper una de las puertas, alcanzaron el terreno de juego haciendo gestos de desesperación. La tragedia comenzaba a presentirse. Desesperado tras comprobar que el juego no se detenía, un seguidor se dirigió al capitán del Liverpool, Alan Hansen, y le dijo “ahí está muriendo nuestra gente” y ya no se volvió a jugar. La policía, demasiado tarde, abrió todas las puertas de acceso al estadio y se descubrió la tenebrosa realidad. El público comenzó a invadir el terreno de juego; tras ellos, en la grada, quedaban los cuerpos sin vida de decenas de personas -buena parte de ellos, menores- que no habían sido capaces de resistir la presión y murieron de asfixia. El traslado de los aficionados a los hospitales también reveló numerosas deficiencias. Se atendió a centenares de hinchas y el recuento de víctimas era cada vez más desolador.
Al día siguiente hubo quien quiso desviar la culpa hacia los hooligans (sólo tres años antes había sucedido lo de Heysel), pero lo cierto es que las causas de la tragedia de Hillsborough había que encontrarlas en la incapacidad de las autoridades para establecer unas medidas mínimas de seguridad y en el deficiente estado de los campos de fútbol, que ya no servían para el fin con el que fueron creados. El Gobierno encargó la investigación de lo sucedido en Sheffield al juez Taylor que realizó un dictamen decisivo y que terminaría con el fútbol como se entendía en ese momento. Margaret Thatcher y su equipo siguieron sus conclusiones al pie de la letra. Taylor propuso estadios más seguros, que se eliminaran las vallas, las localidades de pie, que todo el mundo estuviese cómodamente sentado y que alrededor de cada encuentro existiese un protocolo de seguridad muy estricto que evitase las acciones de los hinchas violentos y redujese al máximo la inseguridad de los aficionados que acudían a los estadios. El Gobierno no se lo pensó. Buscó dinero en todas partes y de la mano de los clubes cambiaron para siempre los estadios y el fútbol. Nació otro modo de vivir este deporte, apareció la televisión de pago, desaparecieron los hooligans y de alguna forma murió el fútbol como el pasatiempo preferido por la clase obrera. Todo se precipitó porque una tarde de abril de 1989 casi un centenar de hinchas del Liverpool llegaron a Sheffield en busca de una diversión y se encontraron con la muerte escondida en la grada de un estadio de fútbol. Por eso el Liverpool no quiere jugar ningún 15 de abril. Ese día sólo lo dedican a recordar a sus muertos y a llorar. Pero no ha sido sencillo el camino desde entonces. El club y la asociación que peleó por la memoria de los aficionados ha peleado por lograr la exculpación de sus aficionados y la condena de los responsables de aquel desastre. Una lucha que duró décadas y que finalizó hace menos de diez años cuando se condenó judicialmente a la policía de “homicidio involuntario”.
El día del desastre murieron 94 personas con edad comprendidas entre los 10 y los 67 años. La mayoría fallecieron en el estadio, una pequeña parte en el traslado en ambulancia y los últimos en los hospital. Pero la tragedia no terminó ese día. Duró mucho más tiempo. El 19 de abril el número de muertos llegó a 95 cuando Lee Nicol, de 14 años, murió en el hospital después de que le quitaran el soporte que le mantenía con vida desde que llegó procedente de Hillsborough. La víctima número 96 llegó cuatro años después cuando se le retiró la alimentación artificial a Tony Bland, de 22 años, que llevaba casi cuatro en estado vegetativo son mostrar ninguna clase de mejora. Su familia protagonizó una batalla legal para que se retirara el tratamiento.
Andrew Devine tenía 22 años en el momento del desastre y sufrió lesiones similares a las de Tony Bland. También se le diagnosticó un estado vegetativo persistente. En marzo de 1997, justo antes del octavo aniversario del desastre, se informó que había superado su condición y podía comunicarse usando un teclado sensible al tacto. Había mostrado signos de conciencia y así vivió durante muchos más años. Devine murió en 2021, como consecuencia de las heridas sufridas en Hillsborough, y el forense dictaminó que su muerte fue un asesinato ilegal, lo que elevó el número total de muertos por el desastre a 97.
Pero la tragedia de Sheffield esconde muchas más historias terribles. Por ejemplo la de Stephen Whittle, quien es considerado por muchos como otra víctima de Hillsborough aunque su muerte no forme parte de la nómina luctuosa. Debido a los compromisos laborales que tenía para ese día Whittle había tomado la decisión de venderle la entrada para la semifinal a un amigo que murió luego en el desastre. Se cree que el sentimiento de culpa le acompañó toda la vida, que el recuerdo le sumió en un estado de depresión incurable y que eso fue lo que le llevó, con cincuenta años, a quitarse la vida en febrero de 2011.
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