En una nota preliminar a este libro de memorias, la nieta de Félix Yusúpov, Xenia Sfiri-Sheremétev, nacida en el exilio romano, señala con sincera desfachatez y desvergüenza la gratitud por los “valores” que su abuelo les legó: “la grandeza de espíritu, la valentía y la sencillez”. Dicho esto del hombre que ideó, organizó y ejecutó el asesinato de Rasputin, dice mucho de cómo entienden esos valores de “grandeza de espíritu” los que nacen privilegiados desde la cuna, y para los que el crimen de una persona es un acto de grandeza, de aquellos otros, el resto de los mortales, que debemos ganarnos nuestras grandes a fuerza de trabajo y tesón.
El asesinato de Rasputín marcó para Félix Yusúpov un antes y un después, ya en el exilio. Es esa vida anterior la que él mismo relata en ‘Memorias de antes del exilio (1887-1919) y que editorial Alba vuelve a reeditar, con una magnífica traducción de Isabel González-Gallarza. Es el relato de más de treinta años de una vida fastuosa, grandiosa y despreocupada del que era el heredero de la mayor fortuna privada de Rusia. Hasta que, parodiando a Carlos Puebla: llegó el comandante (Lenin) y mandó parar.
Yusúpov relata una niñez y juventud dorada y ello a pesar de que al nacer fue la decepción de su madre que esperaba una niña y como niña lo crio hasta los cinco años y pese a ser un niño débil y enclenque. Yusúpov creció en un entorno privilegiado, con una única sombra en su vida, la relación casi inexistente con su padre. “Él no sabía nada de nuestra vida. Ni mi hermano ni yo pudimos jamás tener una conversación sincera con él”, escribía en estas memorias.
Describe las fiestas en ocasión de la coronación del zar Nicolás II; la vida diaria en los distintos palacios que la familia tenía en San Petesburgo, Moscú, Seló y Tsárskoie; su carácter de niño mimado que obligó a su padre a inscribirlo en el instituto militar Gurevich, famoso por el rigor de su disciplina; los visitas a Paris con su hermano para disfrutar del music-hall; su vida en Oxford como estudiante o la primera vez que conoció a Rasputín. Cuenta también como emparentó directamente con el zar al casarse con su sobrina Irina Aleksándrovna. De viaje con ella el estallido de la Primera Guerra Mundial les sorprendió Berlín donde fueron detenidos pero de donde finalmente pudieron escapar por patas.
Con todo, el interés del relato y del propio personaje estriba en su participación directa en la organización y asesinato de Rasputín, el gran protegido de los zares.
Nunca en la historia de la humanidad y, pese al carácter perverso del personaje, podrá encontrarse un asesinato más inútil y estéril. Más allá de hacer desaparecer a Rasputín, su muerte no sirvió para nada.
La muerte de Rasputín tenía el objetivo de salvar la monarquía rusa, absolutamente decrépita y desmoronada y con ello los privilegios de toda la aristocracia. Pero no sirvió de nada. Fue un acto casi irrelevante que además llegó demasiado tarde. Solo tres meses después estalló la revolución y la gran Rusia de Yusupov y los zares se fue al infierno para siempre.
Pero antes en Yusúpov fue creciendo la conciencia de que el mal estaba en Rasputín y que había que acabar con él para seguir instalado en los privilegios. “No era más que un campesino analfabeto sin principios, cínico y codicioso, que, por el concurso de las circunstancias, había llegado hasta las más altas esferas. Sus influencias sin límites sobre los soberanos, el culto de sus admiradoras, sus orgías continuas y la depravada ociosidad a la que no estaba acostumbrado, habían extinguido en el todo vestigio de conciencia”
Con gran sangre fría relata cómo fue creciendo en él la idea de la necesidad de acabar con el hombre; ese acto de “grandeza de espíritu” del que hablaría después su nieta. Y señala: “Era como si el destino me hubiera conducido hasta él para que pudiera ver con mis propios ojos el papel nefasto que desempeñaba. De modo que ¿qué sentido tenía esperar? ¿Perdonarle la vida no hacía sino aumentar el número de víctimas de la guerra y prolongar el sufrimiento del país? ¿Acaso había un solo hombre honrado en Rusia que no deseara su muerte? Había que eliminarlo sin que nadie conociera jamás las circunstancias de su muerte ni los nombres de los autores de su asesinato
Y así el 16 de diciembre de 1916, Félix Yusúpov; el político Vladimir Purishkévich; y el oficial Serguéi Mijáilovich Sujotin, invitaron a Rasputín al palacio de Yusúpov para que conociera a su esposa la princesa Irina Aleksándrovna, quien en realidad se encontraba en Crimea con sus suegros. Luego de envenenarlo con dulces, como no moría, tuvieron que dispararle varias veces hasta darle muerte. Los conjurados arrojaron el cuerpo de Rasputin a las aguas congeladas del río Nevá, del que fue rescatado al encontrarse uno de sus zapatos atrapado en uno de los pilares del puente.
La descripción de los pormenores en la preparación del suceso, así como de toda la larga secuencia que lleva a la muerte de Rasputín, deja claro que, lejos de sentir el menor arrepentimiento, Yusúpov se sintió un iluminado, un hombre designado para cumplir la “alta” misión de acabar con el “enemigo” de Rusia.
Pero al fin, solo un “iluminado” más de tantos que quisieron serlo y fracasaron.