Hagar Shipley, de 90 años, se acerca al final de su vida. Le preocupa que la trasladen de la casa familiar en la que vive con su hijo y su nuera, y ser internada en un asilo de ancianos. En medio de semejante estrés, recuerda sus momentos más importantes, pensando en las vueltas que ha dado, los trastornos y el infeliz matrimonio, hasta llegar a convertirse en quién es. Moviéndose entre el presente y la memoria, el monólogo de Hagar comienza con un tono confiado, condescendiente, que poco a poco se vuelve menos seguro de sí mismo y más introspectivo. Cuestiona su incapacidad de siempre para hablar desde el corazón cuando es necesario o silenciar sus impulsos si se requiere diplomacia. Sabe que no puede mantener la boca cerrada. Testaruda e inconformista, en realidad nunca pudo. A medida que la distancia del pasado adquiere un mejor enfoque, aunque doloroso, especialmente cuando intenta asumir la pérdida de su amado hijo menor, su existencia se torna más resbaladiza y ya resulta difícil aferrarse a ella. A veces regresa de las ensoñaciones sin saber si simplemente se ha perdido en sus propios pensamientos o los ha estado expresando en voz alta. Su infatigable orgullo le lleva a mostrar vergüenza.
La protagonista de “El ángel de piedra”, una de las grandes novelas de la literatura canadiense, escrita por Margaret Laurence, figura de las letras de su país junto con Robertson Davies, Alice Munro y Margaret Atwood, es una mujer dolorosamente humana y algo complicada mientras se dispone a desempacar el equipaje de toda una existencia. Sus noventa años abarcan también la historia durante ese tiempo del oeste de Canadá, desde el espíritu pionero de los primeros colonos, la guerra, el colapso financiero hasta la modernización de un país. Los recuerdos no se detienen, reviven épocas olvidadas una y otra vez: la sequía de los años 30, las praderas silenciosas, el polvo sobre los campos ondulados; el cardo ruso, emblema de la miseria y con el que los campesinos alimentaban a un ganado escuálido; los graznidos de los cuervos y los cables telefónicos vibrando a lo largo de los caminos. En ese mundo en ciernes surge el ingenio mordaz de Laurence. Manawaka, su ciudad ficticia de Manitoba, proporciona una tierra mítica como la Yoknapatawpha de Faulkner.
Los cinco libros de Laurence, cuatro novelas y una colección de cuentos, ambientados en ese microcosmos suyo tan especial –”El ángel de piedra” (1994), “A Jest of God” (1966), “The Fire-Dwellers” (1969), “The Diviners” (1974) y “A Bird in the House” (1970)–, contienen clases magistrales evocadoras. Tal es el paralelismo con el mundo real de Neepawa (Manitoba), donde creció la autora, que sería fácil imaginarla como una cronista del acontecer de una de esas ciudades de las llanuras: la chica resabiada que espía a los vecinos desde la gran casa de estilo italiano de su abuelo. Laurence nació en Neepawa en 1926. Pasó varios años en África e Inglaterra, donde investigó sus raíces escocesas, más tarde se estableció en Lakefield (Ontario) en 1974, lugar en el que murió trece años después.
Considerado un clásico contemporáneo, “El ángel de piedra” es una de esas novelas canónicas del siglo pasado, un relato fruto de un largo proceso muy bien trenzado sobre el paso de los años, los miedos y la vejez, que protagoniza y narra una peculiar anciana que ha sabido conectar con generaciones de lectores; un personaje asombroso con el que no cuesta demasiado familiarizarse a la vez que la propia Hagar Shipley llega a conocerse y a comprenderse a sí misma en las páginas del libro. Laurence mantiene un estilo conciso y declarativo en sus oraciones que trasmiten mayor significado de lo que las palabras parecen expresar a simple vista. Por resumirlo, a través de los ojos de Hagar vemos más de lo que ella ve. Incluso algunas de las cosas que, posiblemente debido a un cierto pudor, no quiere que veamos. Otras veces dudamos de lo que dice ver. Y así. La economía de la expresión adquiere un alto nivel de dominio en la escritura de Laurence, que no se extiende demasiado en descripciones sobre el tiempo cuando simplemente pretende contarnos que llueve.
El ángel de piedra es un monumento erigido en el cementerio de Manawaka por el padre de Hagar, en memoria de su madre. Representa un testimonio sólido y duradero de generaciones de vidas, relaciones y tragedias humanas. No es el único de sus características, pero en virtud de su tamaño se halla solo. Doblemente ciego, sus globos oculares no fueron tallados ni se les dio forma. La misma novela sugiere que los humanos, creados con ojos, carecen de visión. En cierto sentido, la propia Hagar Shipley se convierte en ese ángel de piedra. A sus 90 años, todavía anhela ser robusta, dura, orgullosa e independiente, al mismo tiempo que implora misericordia y perdón por todo lo que no dijo o no vio. Se da cuenta de que, aunque aún está de pie y observando el mundo que la rodea, se encuentra también muy sola. Como el ángel pétreo. Todos sus contemporáneos han muerto. Cerca del final, a pesar de que sus ojos presenciaron tantas cosas, lucha por encontrar la visión que pueda proporcionarle paz. “El mundo es aún más pequeño ahora. Se está encogiendo tan rápidamente… La próxima habitación será la más pequeña de todas”, dice refiriéndose al espacio justo para el eterno descanso.
El ángel de piedra
Margaret Laurence
Traducción de Miguel Temprano Libros del Asteroide 344 páginas, 21,95 euros
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