Cristino de Vera es como un santo laico. Aquí está, sentado en su sillón de siempre, cerca de la música gregoriana, mirando con sus ojos heridos cómo pasa el tiempo por él y por la vida. Vive en el centro de Madrid, ajeno al mundo, buscando en el horizonte opaco todos los colores del aire. Ahora, demediada su vista, mira hacia adentro, busca en las palabras, y en el silencio, la voz que le sigue contando dónde está la luz, el aire de su pintura.
No busquen en él piedras, asuntos concretos, él vive pensando en la ética del silencio, y habla como si lo estuviera interpretando. Una vez me dijo: “Habría que enfrentar nuestro pobre y limitado lenguaje con la caligrafía divina que convierte todo en un silencio del más grande desierto que es la soledad profunda”.
Es como sus cuadros, nítidos, dolidos, hechos de tierra y aire, herederos de Zurbarán o de Luis Fernández, pero sobre todo del silencio que le inspiraron sus maestros. Es, dice Juan Manuel Bonet, crítico de arte, “un eremita de la pintura”.
A Bonet se le debe la organización estética de la exposición que Cristino de Vera, tinerfeño de 92 años, abre este 15 de febrero en el Instituto Cervantes de Roma. Auspiciada por la Fundación Caja Canarias y por la Fundación Cristino de Vera (con sede de exposiciones y obra propia en La Laguna), y montada gracias también a otras entidades isleñas, esta muestra supone el regreso del pintor a la ciudad de Roma, donde en 1962 vivió la escuela italiana del arte con una beca de la Fundación March.
Hablar con Cristino de Vera, que no ha dejado atrás el acento canario y cuenta como si estuviera recitando poemas o componiendo música, es acercarse a la poesía que, durante años, lo acompañaba como una guitarra sonando, siempre atento a la inspiración que luego convirtieron sus cuadros en testimonios de un paisaje que parecía inspirado por Unamuno o por ‘Don Quijote’, pues la llanura de Castilla y los accidentes isleños (el Teide, las lejanías, la Montaña Pelada del Médano) son su inspiración y su compañía.
P. Fue becario en Roma, en 1962. Ahora no va usted, pero su pintura sí que va a Roma.
R. Fui a Roma y a muchos sitios. Escribía desde allí a la Fundación March, de lo que iba conociendo, de la belleza que veía, de lo que iba aprendiendo… Aprendí la belleza de Italia. Es el país que más belleza ha acumulado. Vi, por tanto, la Italia acumulada. Atendí al silencio que guarda el espíritu del hombre, con las religiones que cuentan lo divino, la energía del tiempo… Siempre mantuve algo de fe, a veces se apagaba, pero siempre he tenido relación con lo divino.
P. A veces se encendía esa fe… ¿Cuándo?
R. Cuando escuchaba la música de Juan Sebastián Bach. Esa música me ha ayudado mucho, su coro, sus voces, sus músicos, las voces se van diluyendo, se van espiritualizando. Y al final lo que domina en esa música es el silencio. La idea es que por medio del silencio tú llegues al alma de la música, y esa es la grandeza de Bach.
P. El silencio ha sido para usted como una presencia divina.
R. Sí, el silencio es como la luz de dentro. Para mi, el silencio es para que el humano se sienta cerca del amanecer, después de ese viaje de la noche. En la India vi una luz que no he visto en ningún museo, una luz violeta que se iba convirtiendo en azul. Esa atmósfera casi celeste me recordaba a Fra Angelico. Era la belleza, llevada al grado de la meditación y de la oración. Hay una conexión espiritual entre todas las artes, eso es lo que hace con ellas la poesía, la escritura. Es también el factor que une todas las religiones, no sólo la cristiana: todas.
La gente piensa que la religión es para que los niños hagan la primera comunión, y no profundizan en esa luz que a veces te llega por las mañanas y que es un mensaje divino envuelto en una luz blanca”
P. Su vida es un largo viaje interior…
R. Yo he ido detrás de todos esos misterios que te pueden devolver la fe. La gente piensa que la religión es para que los niños hagan la primera comunión, y no profundizan en esa luz que a veces te llega por las mañanas y que es un mensaje divino envuelto en una luz blanca.
P. ¿De dónde viene esa luz interior que impulsa su arte, su vida?
R. Todo viene de la parte divina de la que dispone el alma, el espíritu… Vuelvo a Bach: su música se va diluyendo y va convirtiendo esa belleza increíble en un milagro de silencio.
P. Ahora va su pintura a Roma. ¿Qué tendrían que buscar los que vayan allí a ver sus cuadros?
R. Que busquen lo que yo mismo busqué. Lo que busqué en el Prado, el aroma del silencio, la austeridad, la calma. Ese aire monacal que tiene el silencio… El silencio es un diálogo, rozando en lo divino. Te explica lo que no puede explicar ningún idioma, amplifica la razón, es como un diamante que hay que cuidar como se cultivan las flores de un jardín.
P. Dice Juan Manuel Bonet que la esencia de su pintura es la luz, la influencia de Zurbarán, del Greco, de Piero de la Francesca… Él nombra también a Luis Fernández, a Vázquez Díaz…
R. Todos están buscando la misma filosofía, la misma música, como si ésta te acompañara a lo oculto, al silencio del desierto, sin miedo y en el silencio.
El misterio de la luz es la noche, pero no importa dónde esté el paisaje: lo que te lleva a pintarlo es el silencio que transmite”
P. Usted es pintor de Castilla y también de Canarias, mundos tan disímiles…
R. Mi padre, como mi abuelo, era de Granadilla, allí queda algo misterioso del guanche. Conocí la Cueva Pintada de Gran Canaria. Castilla es esa llanura que convoca el silencio de Unamuno, del Quijote. Todos los paisajes remiten a la quietud, al silencio. El aire se serena, el viento se paraliza, las montañas lejanas nos mandan un eco misterioso, y luego la luz del día se va organizando. El misterio de la luz es la noche, pero no importa dónde esté el paisaje: lo que te lleva a pintarlo es el silencio que transmite. En mi primera exposición en Madrid había poetas, como José Hierro; me llamaban místico, y algo de eso ha habido. He ido siempre detrás de lo misterioso, tratando de penetrar en ello.
P. Hace años usted dijo que quería que sus cuadros fueran un romance de paz en el universo. Más que una frase, era un deseo.
R. Nosotros hemos pasado una guerra civil. Hubo tantos años de muertes, de enfermedad, de tuberculosis en Canarias, tantos compañeros del Bachillerato murieron porque no había comida: había papas, tomates, cualquier catarro tumbaba a los chicos…
P. ¿Qué es Canarias para usted? Quizá un poema.
R. Un poema, sí. Quizá el último poema… Yo te miro, Montaña Roja. Yo miro tus playas, tu silencio, los contornos del mar cuando te irrumpe con la agresión de las olas. Miro los barcos, yo te miro, Montaña Roja…
P. ¿Qué cuadros suyos viajan a Roma?
R. La última parte de mi pintura. La más esencial. ‘Paisaje con horizonte’, ‘Cristo y Castilla’, ‘Teide, nubes y tazas blancas’, ‘Cráneos’… Así lo eligió Bonet, y él es muy sabio.
P. Su arte nace y vive en el sobrecogimiento.
R. El sufrimiento entra dentro de las artes y del dolor humano. Filosofar es aprender a morir. El mundo es muy fugaz, como el tiempo que vives. Tienes un vergel, pero has de cultivarlo. Has de aprender a meditar, a pactar con el silencio, no pensar… Esa quietud que buscas va limpiando las cosas que te han enseñado y que no te sirven para nada.