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Creía que era inmortal


Un amigo del Bayern me valora la muerte de Franz Beckanbauer: «Creía que era inmortal». Una frase para explicar la presencia, el legado, el carisma del Kaiser. También una definición precisa de por qué nos gusta el fútbol. Un ideal de eternidad que es costumbre, la rutina inalterable que te ordena la semana. La lealtad que nunca se va a resquebrajar. Un club, unos colores, unas calles. Un deporte universal por el conservadurismo de unos hábitos, que apenas no han cambiado en el siglo y medio más acelerado de la Historia, y que no estamos preparados para perder. Aquella pancarta, básica en su confección, pintura negra sobre sábana blanca, en el Olímpico de Roma en la despedida de Totti: «Speravo di mori’ prima». Esperaba morir antes. También los periodistas barceloneses que habían adaptado la estructura de sus crónicas al protagonismo oceánico de Leo Messi.

Aspiramos a que nada cambie, en un fútbol moderno que por el contrario estimula la idea de impactos constantes, de novedades incesantes, que agita el mercadeo de jugadores, sobresaturando el calendario, estirando el horario de los partidos, creando nuevos torneos, desplazando a otros países las finales de torneos nacionales, variando sin criterio el color de las camisetas y hasta de los escudos… Ante ese trastorno permanente, Beckenbauer representaba un arquetipo inalterable. El que ilustra la fiabilidad hegemónica de un modelo como el del Bayern, que hunde sus raíces en la línea recta de un estilo, que vela por la firmeza de su implantación social, antes que priorizar la aventura incierta a la conquista de una globalidad que ignora la fortaleza de la singularidad identitaria local. Y que combina esa idiosincrasia con la modernidad, con una planificada y exitosa mudanza de estadio. Pero nadie se cuestiona en Múnich si la foto de equipo del equipo con trajes regionales bávaros es una paletada. Aquí se retiraron, sin debate, durante años a las bandas de música de Mestalla por imposición de un gurú del marketing desconocedor del tejido cultural en el que había aterrizado, ni la onda expansiva del pasodoble «Amparito Roca».

Franz Beckenbauer Archivo


València no es Múnich, el Mediterráneo no es Mitteleuropa. La realidad industrial y demográfica sobre la que se asientan los clubes en Alemania es un pilar resistente ante el que ningún sultán estrambótico del sudeste asiático se atreverá nunca a acercarse. Sin embargo, no se han potenciado similitudes con el modelo Bayern, fácilmente visibles. No se ha explotado la sabiduría futbolista de los Subirats, Robert, Quique, Fernando, Carboni, Albelda, Kempes, Ayala, Cañizares y hasta Leonardo, nuestros Beckenbauer, Rummenigge, Hoeness, en los mejores años para desplegar su habilidad en banquillos y despachos, y plenos conocedores de cómo respira Mestalla. Mestalla. Un estadio imponente y único que explica un siglo de vida del club y de la ciudad que ha crecido entorno a su ubicación, y que ha celebrado un centenario en semiclandestinidad, sin más festejo (y no es poco) que el de la adhesión de su pueblo llenando las gradas. El primer estadio español que pisó en partido oficial Beckanbauer, con apenas 21 años, antes del nacimiento de su mito. Un bastión que explica la certeza de un rito en peligro de extinción ¿Qué diremos en su desaparición? «Creía que era inmortal. Esperaba morir antes».



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