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Contra la hipertrofia del yo

La psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco, muy conocida entre nosotros por sus estudios biográficos sobre Freud y Lacan, entre otras muchas obras, ha visto aparecer traducido este mismo año su libro “El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias”. En él examina las múltiples neurosis narcisistas de la identidad, respecto de las que se pronuncia críticamente. “No hay nada más regresivo para la civilización y la socialización –escribe– que establecer una jerarquía de las identidades y las pertenencias”. Desde hace por lo menos 25 años, la cultura de la identidad se ha convertido, dentro de un mundo fluido como el actual, en una de las respuestas al debilitamiento del ideal colectivo, al declive de las ambiciones revolucionarias y a las transformaciones de la estructura familiar. Lo que ha ocurrido es, lisa y llanamente, que las luchas llamadas “societales” han sustituido a las viejas luchas sociales.

En efecto, a medida que el mundo dejaba atrás la bipolarización de la Guerra Fría y se constataba el fracaso de las políticas de emancipación basadas en la lucha de clases y las reivindicaciones sociales, la implicación en una política identitaria fue reemplazando a la militancia clásica, sobre todo, observa Roudinesco, entre la izquierda estadounidense. Un primer y fundamental ejemplo: en 1990, durante el Orgullo Gay de Nueva York y Chicago, nació el movimiento Queer Nation. Con él toda una comunidad podía abolir las identidades basadas en una diferencia entre naturaleza y cultura, sexo y género, norma y anormalidad, etc. En otras palabras, sostiene la autora, sirvió para enturbiar las evidencias, echando por tierra todos los logros del legado de Simone de Beauvoir (recuérdese, añado por mi cuenta, que “no se nace mujer: se llega a serlo”) a base de performances y radicalidad.

La consecuencia no es otra que diseminar lo humano. “Atribuir tal preponderancia al género sobre el sexo, al extremo de disolver la diferencia anatómica (para acabar volviendo a ella con el tejemaneje de la intersexualidad), a lo que lleva es a multiplicar hasta el infinito las identidades, cuando el estudio de la especificidad humana debe partir de la existencia universal de las tres grandes determinaciones que la forjan: lo biológico (cuerpo, anatomía, sexo), lo social (construcción cultural, religiosa, organización familiar) y lo psíquico (representación subjetiva, género, orientación sexual); dando por sentado que solo existe una especia humana, sean cuales sean sus diferencias internas”.

En segundo lugar, hay que considerar también el multiculturalismo, que en Estados Unidos impuso la “política identitaria”, realizando una síntesis entre género, sexo, raza, etnicidad y subjetividad. Pretendía dar preferencia al hecho de pertenecer a una comunidad, en vez de promover el combate por la igualdad ciudadana universal, lo que condujo a un progresivo derrame de los identitarismos. En Francia, la tradición laica y republicana en la sociedad civil obstaculizó en un principio el desarrollo de las exacerbadas políticas de la identidad llegadas del mundo anglófono. Pero a partir de los años 2000, con la creciente influencia del islam radical, que hacía concebir a los hijos de inmigrantes una esperanza identitaria basada en el oscurantismo religioso y en la apología del asesinato, se produjo una alarmante “fractura colonial” en la sociedad francesa. Nada más contrario a su bicentenaria conciencia política. La fuerza del republicanismo, desde 1789, afirma Roudinesco, se basa en un doble contrato: por un lado, no dotar a la religión de un poder político en la vida ciudadana, y por otro aceptar los particularismos, religiosos o de otro tipo, reconocidos a todos los ciudadanos a título individual. En suma, “cada cual puede cultivar libremente su identidad siempre que no pretenda convertirla en un principio de dominación”.

¿Y qué pasa con la izquierda y las preocupaciones identitarias? “Desde la caída del muro de Berlín y el triunfo mundial del capitalismo liberal, basado en el culto al individuo, los movimientos de izquierda que abrazan las políticas identitarias (es decir, todos, al menos en España, cabe apostillar) buscan un nuevo modelo de sociedad respetuosa de las diferencias, preocupada por la igualdad, el bienestar y el care”. Sin embargo, ecologistas y defensores de la causa de los más débiles, protectores de la naturaleza, de los animales, de las minorías oprimidas, etc., acaban a veces por caer en un narcisismo de las pequeñas diferencias. Pero, “sean cuales sean sus desatinos, con los que no es posible ninguna transacción, estos movimientos siguen guiándose por un ideal de emancipación que quizá acabe prevaleciendo si son capaces de renunciar a los disparates que genera la hipertrofia del yo”.

Concluye Roudinesco su sugestiva obra advirtiendo que “el Estado no debe andarse con censuras, pretendiendo regular la libertad de debatir y de enseñar. No le corresponde tomar partido por una tesis u otra (siempre que no se comprometan los valores y derechos fundamentales, entiendo yo). En cuanto a los intelectuales, no cabe duda de que debemos dar ejemplo: defender unas ideas y combatir otras, … sin caer nunca en el insulto o la invectiva, práctica que se fomenta demasiado en el debate contemporáneo”.

En suma, un libro de lectura recomendable y del que se aprende mucho.

cultura


El yo soberano

Élisabeth Roudinesco

Traducción de Juan Vivanco Gefaell

Debate, 256 páginas 21,90 euros



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