Si a usted o a mí nos preguntaran cuál es el elemento fundamental para dar una buena clase, seguramente responderíamos con términos como “conocimiento”, “pedagogía”, “oratoria” o cosas parecidas. Salvador Gómez y José Cabeza, dos profesores universitarios que han tratado de dar respuesta a esa pregunta, apuntan en otra dirección. La clave, para ellos, es la humildad. Y lo es hasta tal punto que prácticamente con ese concepto abren el libro que acaban de publicar, Cómo dar una buena clase (Alba editorial), declinándolo en varios sentidos: humildad para entender quién eres y quién es el alumno, humildad para entrar en una clase sabiendo que nadie te ha preparado específicamente para ello, humildad para asumir “que eres un payaso (en el buen sentido), un actor, un policía, un gilipollas”; humildad para entender que tendrás días buenos y malos, y humildad para saber, también, que nadie espera que seas “el Mozart de la educación”. Se diría que los docentes animan a sus iguales, y a los que están por venir, a dejarse de solemnidades y de visiones idealizadas de la educación y, también, a tomárselo con calma. Siempre con sentido crítico.
“Somos el anti-gurú”, decía este jueves José Cabeza durante la presentación del libro en Madrid, como haciendo ver que lo de la humildad también cuenta para su nuevo rol, que con este breve y entretenido manual es el de formar a formadores. Y añadía que “cuantas más clases llevas, menos importante eres. Montaigne en sus ensayos hablaba de cómo ser profesor, y admiraba mucho al que, cuando tiene al alumno, quiere verlo trotar, ver cómo anda. ‘Porque hay que descender’, decía. Es decir: hay que adaptarse”. Y ese adaptarse es, a fin de cuentas, cuidar, estar pendiente de qué necesita el alumno.
Por eso el profesor, apuntaba Salvador Gómez, debe crear una comunidad con sus alumnos. No una de salir a tomar cervezas juntos, o no solamente esa. Porque entre el él y el alumno no puede haber una relación de igualdad: a fin de cuentas, el profesor tiene que conducir el curso y tiene que evaluar, haciendo esa igualdad imposible. “Pero sí que es importante para los estudiantes que les hagas sentir reconocidos, porque a menudo se creen que son solamente un número. Hay que cuidarles. Si no a todos, sí al menos a los que ves que tienen cierto interés en la clase”. ¿Su truco? Como de memoria anda algo escaso, dice, él se aprende los nombres de tres de sus alumnos antes de cada clase, y es a ellos a los que se refiere durante la explicación. El resultado siempre es positivo.
Sensatez docente
Lo de ponerse a escribir un libro como este, que su editor Manuel Guedán define como “un ensayo de una insoportable sensatez”, surgió del cansancio de soportar las muchas insensateces que se dicen en los cursos de innovación docente a los que los profesores se tienen que enfrentar con cierta frecuencia. “Estábamos hartos de que nos trataran de decir cómo ser mejor profesor”, explicaba en la charla José Cabeza, que con sorna califica esos cursos como una especie de autoengaño “al que vamos porque nos dan puntos”. Allí se enseñan, por ejemplo, técnicas de ‘gamificación’, eso de llevar a las clases la mecánica de los juegos. Estrategias y conceptos nuevos para los que, muchas veces, “ni siquiera estamos preparados”.
El libro, subrayaba también su editor, tiene entre sus mejores virtudes su sencillez de planteamiento: no se construye en torno a solemnes ejes temáticos, sino “con una estructura que entra sola: antes de la clase, durante la clase y después de la clase”. Esos son, a grandes rasgos, los capítulos en los que se divide.
Salvador Gómez es profesor de la Universidad Complutense, donde además ejerce como subdirector de los cursos de verano de El Escorial, y José Cabeza de la Universidad Rey Juan Carlos, trabajo que compatibiliza con la escritura de guiones. Pero se nota que el ámbito de ambos es la comunicación y sus terrenos colindantes: la radio y los videojuegos, en el caso del primero, y el cine, en el del segundo, son sus especialidades.
A lo largo del texto son frecuentes las alusiones a películas, como cuando dicen “olvídate de El club de los poetas muertos”, y lo argumentan explicando que tratar de provocar una escena como la del célebre “Oh capitán, mi capitán” es “una idealización (necesaria e inspiradora si quieres) que ha hecho tanto daño a la educación como los estereotipos de Disney sobre príncipes y princesas a las relaciones personales”. O cuando dicen que “entrar en el aula es como jugar a un videojuego: las decisiones te corresponden a ti y a nadie más”. Resumiendo: que el profesor es quien manda.
El libro está lleno de consejos fáciles de entender y administrados con humor. Pero el asunto sobre el que pivota una buena porción de páginas es también uno de los temas claves de nuestro tiempo: el de la atención. ¿Cómo dar una buena clase en un mundo atiborrado de pantallas y estímulos? “Es muy difícil no ser aburrido con todo lo que hay alrededor”, se lamentaba Cabeza, que hablaba de competencia con esos estímulos y lo comparaba “con una carrera, como los caballos en un hipódromo”. Gómez es de los que prohíbe el móvil y el ordenador en clase, y cuando los alumnos le dicen que entonces no pueden tomar apuntes, se los ofrece él mismo, para que no tengan que preocuparse por eso. Aún así, asume “lo débiles que somos ante la falta de atención. Por eso no está mal enfadarles en algún momento”, bromeaba. “Yo tengo un estilo de actuación en clase”, añadía. “En mi vida privada soy introvertido, pero en clase me convierto en histriónico. Y sé que hay un grupo de alumnos a los que les gusta. Quizá un 40%”.
Otro consejo: no pasa nada por echar a alguien de clase cuando ese alguien se la está cargando. “Yo tardé años en hacerlo -confesaba Cabeza-, porque siempre es un fracaso. Aunque igual es necesario”. Más convencido se mostraba Gómez, que habla de la importancia de apretar el botón rojo en ciertas ocasiones. Pero en lo que los dos están totalmente de acuerdo es en que no se puede gustar a todo el mundo, es decir, a todos los alumnos. Y también en que, a pesar de eso, “sí que siempre puedes hacerlo un poco mejor, y hay que estar abierto a esa posibilidad”. Es en esa dirección, precisamente, en la que han tratado de apuntar a través de este libro, que se lee en un suspiro y que transmite un poco de esperanza a un gremio en el que la impotencia parece el sentimiento creciente.