Hay inquietud entre los poseedores de colecciones de discos, que meditan cuál va a ser su destino una vez ellos estiren la pata. ¿Procede comenzar a liquidarlos con criterio antes de que acaben en un sótano, en contenedores o repartidos sin ton ni son? ¿Cómo? ¿A quién le interesan esos objetos en la era de la nube de datos? “Dejarlos a nuestros hijos es un marrón para ellos. Y si te metes en Discogs [el gran portal de compraventa] terminas trabajando más, haciendo fichas, que cuando estabas en activo. Yo los pienso regalar”, contaba días atrás en las redes el admirado José Miguel López, que durante 33 años dirigió ‘Discópolis’, en Radio 3, y que en 2021 la casa invitó a cursar la jubilación.
Es comprensible el vértigo: en esas estanterías bien puede haber pedazos de tu vida, y ejemplares raros y cotizados, tal vez mezclados con bagatelas, y cuya valoración está solo al alcance de los expertos. Participo de esa tenue angustia, con esos más de 21.000 discos que tengo en casa, por no hablar de libros y revistas. Flota un dilema, el purificador principio filosófico de que en la vida hay que procurar no cargar con un exceso de equipaje, y la evidencia de que me siento muy a gusto rodeado de todos esos objetos. Y me duele pensar que tal vez algún día acaben en manos de individuos que no sepan apreciarlos.
Pero se equivoca quien piense que esta es una preocupación de ‘boomers’: el formato físico no se ha hundido, hay un sostenido repunte de ventas (dos millones de unidades al año en España, más de la mitad, vinilos). El álbum, con su diseño, sus letras y sus créditos, es la obra completa, y no es cierto que todo esté disponible vía ‘streaming’. Las plataformas tienen vacíos, y depender de ellas es ponerse en manos de sus algoritmos, que no responden a nuestros intereses sino a los suyos. El disco físico es un artefacto libre de la asimilación digital, ajeno al berenjenal de notificaciones, recomendaciones y ruido destinado a que te pases el día enganchado. Y eso vuelve a ser atractivo.
No parece que las estanterías de álbumes vayan a ser un atrezo doméstico del pasado, por lo que las angustias por la acumulación de material no remitirán. Habría que dar un toque de atención respecto al valor del disco, equiparable al del libro. Más fonotecas públicas, como la de la Biblioteca Vapor Vell, en Sants, que valoren y cuiden como es debido esos formatos palpables, llenos de memoria y de información valiosa, a los que podamos volver el día que Spotify caiga o, quién sabe, estalle la nube.
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