‘Succession’ en la vida real
Cualquier sello que presuma de tradición sitúa sus orígenes lo más alejados en el tiempo posible. Este es el caso también de Birkenstock, las sandalias más inequívocamente “made in Germany“, aunque algunos tal vez no las descubrieron hasta que las vieron en los pies de la Barbie de Margot Robbie. O cuando el actor John Cena salió a anunciar un Oscar, casi desnudo, pero convenientemente calzado con sus Birkenstock.
La leyenda de las robustas sandalias, que de zapatones para personal sanitario, jubilados, o ‘ecos’ alemanes pasaron a conquistar al fundador de Apple, Steve Jobs, arranca oficialmente de 1774. De ese año consta en los archivos eclesiásticos de Langen-Bergheim, una población del oeste de Alemania con actualmente 1.186 habitantes, el nombre de un zapatero llamado Johann Adam Birkenstock. Era, en realidad, el continuador en el oficio de su padre, Johannes.
Un nieto del fundador, Konrad, abrió un primer taller de calzado ortopédico en 1896; 30 años después patentó una versión algo rústica de la plantilla, considerado el fundamento de su legendaria suela con la huella del pie. El elemento básico que convierte esa sandalia en una experiencia única. Quienes solo reconocen las Birkenstock por su aspecto, las relacionan con sus tiras con gruesas hebillas sobre la gruesa capa de corcho y látex en la que reposa esa ‘huella’. Sus usuarios más fieles se comportan como devotos adoradores que rechazan cualquier imitación.
Al año 1774 corresponde el certificado de nacimiento dinástico de la exitosa marca de apellido alemán. De ahí surgieron unas sandalias que parecían destinadas a la ortopedia para abuelos. Pero firmas como Valentino o Dior y modelos como Kate Moss y Heidi Klum las adoptaron e incorporaron a sus colecciones. Hoy prácticamente no hay ‘dress code’ que se les resista.
Entre esa fecha remota de sus orígenes y su actual aceptación global han discurrido 250 años. Pero dos son los momentos álgidos que definieron su presente: el bloqueo recíproco entre tres herederos del patriarca Karl Birkenstock y el capítulo en que la familia entrega el negocio operativo al hiperenergético empresario Oliver Reichert, quien convertirá una estructura diversificada en 38 empresas en el imperio que finalmente adquirió el multimillonario francés Bernard Arnault, propietario del mayor holding de artículos de lujo del mundo.
Las intrusas sandalias anticelulíticas
Karl Birkenstock pertenecía a la quinta generación de zapateros. Su padre, Carl, había tratado de extender el negocio durante el nazismo, pero sin éxito. Ello evitó a esa empresa familiar caer tras la capitulación del Tercer Reich en la órbita de la industria colaboradora a la que Adolf Hitler entregó sus trabajadores forzosos. Karl levantó la casa, sin perder la estructura familiar. Bajo su gestión se lanzó en 1963 la primera colección de sus ahora legendarias sandalias. Pero cometió uno de esos errores típicos en tantas otras empresas familiares alemanas: al jubilarse, fraccionó el consolidado negocio entre sus tres hijos, Stephan, Alexander y Christian. Los tres se habian incorporado a la empresa siendo aún adolescentes en los 80. Una década después, su padre les transfería las riendas.
Stephan, de caracter cauteloso, pretendía orientar su parte en el negocio con mentalidad conservadora. Sus dos hermanos menores buscaban el gran mercado. El conflicto entre los tres acabó en ruptura y venta, ya en 2012, de la participación de Stephan a sus hermanos. El precio de la operación se estimó en 100 millones de euros. Por entonces, Christian había colocado al frente del negocio operativo a Reichert, a quien había conocido en una estación de esquí y confiado sus problemas familiares.
Christian protagonizó, a su pesar, un capítulo que en los medios alemanes se conoció como ‘El Dallas del Rin’, el río sobre el que se levanta el hermoso castillo de Ockenfels, su casa. Ahí se desarrolló una aparatosa trifulca precipitada por la usurpación del apellido por parte de su esposa, Susanne Birkenstock. Tras divorciarse, había lanzado una propia línea de calzado “saludable“ llamada ‘Beautystep’. Conservaba el apellido de casada, lo que unido a una campaña publicitaria engañosa le sirvió de catapulta para una línea de calzado que, aseguraba, ayudaban a combatir la celulitis. Los Birkenstock auténticos no querían saber nada del asunto.
Lo que empezó como una exitosa operación de una mujer joven y emprendedora, elogiada en medios económicos como una “prometedora empresaria“, acabó en tribunales. El siguiente paso fue la insolvencia de la compañía que llevaba sus iniciales, SB International, en 2005.
A ese litigio en torno al apellido Birkenstock se sumó el choque de los tres hijos del patriarca Karl y el abandono del negocio de Stephan. El desembarco como jefe operativo del vigoroso Reichert, en 2009, fue el inicio de una etapa de cúpula bicéfala junto a otro empresario, Markus Bensberg. Poco después, Reichert se convirtió en mandamás en solitario.
El apellido sobrevive a los cismas familiares
La historia de Birkenstock como empresa de gestión familiar termina definitivamente en 2021, 247 años después de su acta de nacimiento. La sociedad L. Catterton, perteneciente a Arnault y su compañía LVMH, adquirió la participación mayoritaria de las sandalias. La marca Birkenstock quedó emparentado con otros sellos controlados directa o indirectamente por Arnault, como Louis Vuitton, Dom Pérignon o Tiffany. El precio estimado de la operación se sitúa en casi 5.000 millones de euros.
Dos años más tarde, las Birkenstock salieron a bolsa en Nueva York. Para entonces se había revalorizado hasta saltar a entre 6.000 y 10.000 millones de euros. El salto bursátil fue un descalabro que ni siquiera la energía de Reichert ha conseguido revertir. Pero ello no afecta a la buena salud de las legendarias sandalias.
El histórico primer modelo ‘Madrid’ o su continuador ‘Arizona’ -con una o dos hebillas, respectivamente- en espartamos tonos marrones o demás variaciones en piel natural llevaban unas décadas cediendo protagonismo en las zapaterías a equivalentes en fucsia, rojos brillantes y hasta dorados. Una aberración, tal vez, para los devotos de la estricta suela de corcho. Pero también la plataforma de los Birkenstock hacia el éxito planetario. Se abrió la veda asimismo a otros modelos, además de los clásicos. Y se cruzó la frontera de lo prohibido, al incorporar parientes en plástico probablemente pensando en el mercado chino.
En 2014, la empresa había notificado una facturación por 273 millones de euros, según datos de Statista. En 2020 la había más que doblado hasta los 730 millones de euros. En 2023 alcanzó los 1.240 millones. Las míticas Birkenstock a 50 euros han pasado a ser una leyenda urbana, aunque sus clásicas ‘Madrid’ o ‘Arizona’ aún pueden encontrar online a menos de 100 euros.
Conservan el sello ‘Made in Germany’ y su central está en Linz am Rhein, junto al Rin. Oficialmente se venden unos 30 millones de pares al año. Se las sigue conociendo por su apellido, aunque la familia ya no maneje el negocio. A sus dueños les conviene mantener el sello de identidad alemén. Y Christian Birkenstock, uno de los hermanos con participación minoritaria en el negocio, sigue disfrutando de lo que generan desde su castillo con vistas al Rin.
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