Marc Fumaroli (Marsella,1932-París, 2020) es autor de dos controvertidos y capitales ensayos de la cultura de las últimas décadas. En 1991, escribió “El Estado cultural”, cuyo título está tomado de “El Estado animador”, de Jacques Donzelot, y en el que critica los nefastos resultados de una política invasiva e ideologizante que en Francia se enraíza en el régimen de Vichy, a través de André Malraux, para alcanzar su pico con Jack Lang. Según Fumaroli, el Estado compromete su propio papel y despilfarra los recursos, siempre limitados, cuando quiere hacerlo todo, mientras que la política cultural debería aspirar a desarrollar la excelencia y no perderse en una concepción inflacionaria. Resalta el apego francés a la subvención de bienes culturales, que estaría ligado a una posición política y económica: no subvencionar la cultura sería admitir la victoria del “ultraliberalismo” y un símbolo del advenimiento del fin de la influencia y de la producción cultural francesa tal como la conoceríamos.
Más tarde, en 2009, publicó un voluminoso estudio, “París-Nueva York-París”, donde denuncia las imposturas del arte contemporáneo: el gusto por la provocación y la extralimitación en la fealdad. Con Baudelaire como guía y punto de apoyo, Fumaroli se lanza en busca de los movimientos que han cruzado repetidamente el Atlántico, desde Marcel Duchamp, francés afincado Estados Unidos y promotor del ready-made, en una época en la que en París florecían el dadaísmo y el surrealismo que tan importantes consecuencias tendrían en las artes plásticas. Proseguía, pasando por Andy Warhol, hasta llegar a lo que llama barnumización del arte, con Jeff Koons como principal animador.
En “Mundus muliebris” –concepto latino clásico que se traduce como artículos de tocador para las damas– retrata a la retratista prerrevolucionaria Élisabeth Louise Vigée Le Brun y el tiempo en que se desenvolvió como aliada de la desesperación de la reina María Antonieta y como un desencadenante más del terrible final en medio del despertar de una nueva misoginia política, moral y social. La revolución en Francia no solo fue un antídoto contra el abominable abuso del poder aristocrático, reveló también una desconfianza inconmensurable que presagió el puritanismo del siglo XIX. Para los revolucionarios, la soberana austriaca personificaba el secretismo, la perversión y la manipulación, sin olvidarnos de que su sexo y su condición de reina agravaban el caso. Se juzgó a un antiguo régimen pero a la vez a una monarca caída, a una mujer y a una madre. La conjunción de los tres en uno la convertía en la acusada ideal en el proceso iniciado, la encarnación de todo lo que se odia en la monarquía: la inversión de la relación entre hombres y mujeres, la feminización de los primeros y la mayor influencia de ellas.
María Antonieta, sin pretenderlo del todo, había construido algo extremadamente moderno que era la apariencia, en el corazón del poder, de un espacio privado. Importó a Francia lo que existía en Viena en la época de su infancia: una separación entre la vida pública y la privada de los príncipes. Esa noción misma de espacio implicaba, desde el secreto, la conspiración e iba en contra del ideal revolucionario de la transparencia. El año 1789 marcó otro punto de inflexión en su vida: antes de la agitación social, perdió a su hijo mayor, a quien amaba profundamente. No hubo un día desde entonces en el que fuera verdaderamente feliz, como contó el príncipe de Ligne en las memorias publicadas por Madame de Staël en 1807. Es ese mundus muliebris de desesperación el que describe Marc Fumaroli en el libro que ahora se publica traducido al español y que cuenta con ilustraciones de las pinturas de la retratista oficial del Ancien Régime.
¿Y Madame Vigée Le Brun? Escribe el desaparecido ensayista marsellés que cómo no iba a sentir la más profunda fidelidad a la monarquía y a la reina que habían hecho de ella, pese a su condición de mujer y plebeya, una gran dama en el arte de la pintura y en el de codearse en las reuniones con las figuras parisienses más tituladas y civilizadas de Europa. Mientras el régimen cortesano está desapareciendo en Francia, la emigrante acaba por descubrir en Roma, en Nápoles, en Viena, en San Petersburgo, a la espera de Londres, capital del retrato a lo Van Dyck, una Europa francesa todavía intacta, donde se siente igualmente admirada y como en casa, prosigue el autor del ensayo. Cuando regresa a Francia,. Elisabeth Louise Vigée comprueba, en cambio, que ha desaparecido la “dulzura de vivir”.
«Mundus muliebris»
Marc Fumaroli
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilado, 112 páginas, 16 euros