En la subida a Hazallanas, de lo más parecido al infierno que debe existir en la tierra, nadie protestaba cuando los aficionados les vaciaban una botella entera de agua sobre la cabeza. En otros puertos y en circunstancias parecidas, los ciclistas de la Vuelta a España no quieren ser regados por los seguidores, prefieren vivir con su propio sudor y ser ellos los que decidan cómo y cuándo se quieren hidratar.
Daba igual quién recibiera el agua, fueran Adam Yates o Richard Carapaz, primero y segundo en la etapa, reenganchados a la Vuelta; Enric Mas, un héroe sin premio; Primoz Roglic, el favorito irregular, o Ben O’Connor, el líder que apenas flojeó tras la alarma roja de Cazorla. Con rampas del 20 por ciento y el termómetro fastidiando al personal, lo importante era poder sobrevivir y pensar en los datos que habían consultado en los teléfonos móviles antes de tomar la salida: en Vigo, en Pontevedra, en toda Galicia, a partir del martes -este lunes hay descanso tras un maratoniano traslado- las temperaturas no sobrepasarán los dos dígitos y hasta es posible que alguno que quiera pasear por los alrededores del hotel, para bajar la cena, tenga que llevarse una sudadera del equipo para no pasar frío. El mundo al revés.
Fue una etapa terrorífica por los alrededores de Sierra Nevada, con la carretera tan seca como los paisajes que contemplaban mientras sufrían subiendo. Eran ascensiones que parecía que se hacían como si los persiguieran una estufa convertida en hoguera; nada con que refrescarse, excepto el agua misericordiosa que les lanzaban desde la cuneta.
La consigna era sufrir, aunque a Yates le diera por fugarse de salida, por colocarse en el ‘top ten’ de la carrera y obsequiarse con una épica victoria en Granada, adonde llegó literalmente muerto, aunque de eso se trataba después de darlo todo.
Los sueños de Carapaz
Granada se convertía también en la ciudad de los sueños de Carapaz, el mismo ciclista que volvía a demostrar en el inicio de la Vuelta que los tiempos en los que peleaba por la clasificación general -recuérdese que ha ganado un Giro y ha sido podio en Tour y Vuelta- habían pasado a mejor vida.
Sin embargo, hizo saltar la banca, desafió al calor, peleó por ganar la etapa, pero cuando vio que sólo podía ser segundo se concienció para ascender a la tercera plaza de la general. Otro más con un pase para incorporarse a la fiesta por el jersey rojo después de que parecía que había perdido la invitación.
Hazallanas fue el lugar para presenciar algo que jamás se había visto. A falta de seis kilómetros para la cima, Mas se dio cuenta de que por un día Roglic no era tan fiero como se le pintaba. Ni corto ni perezoso, el ciclista mallorquín lo desafío y por primera vez coronó un puerto sacándole un minuto de ventaja a la estrella eslovena.
¿Una locura?
Se dirá que era una locura, porque un ciclista en solitario contra un grupo en el que aparte de Roglic estaban también Mikel Landa y Carlos Rodríguez, era presa fácil, tal como ocurrió, captura sencilla y hasta un susto, salvado con suerte y habilidad, que en vez de conducirlo al jersey rojo, de haberse producido, lo habría llevado al hospital. “Fue un ataque más para el espectáculo que para la carrera porque no ha servido de nada. Al menos, salvé una caída que podía haber sido grave”, confesó el líder del Movistar.
Pero quién se atreve a censurar a Mas cuando lleva años escuchando que nunca ataca, que siempre va a rueda, que le falta sangre caliente, que sea arrogante, caray, que ponga la directa. Si había algo que deslucía la etapa granadina, algo que le impedía convertirse en la jornada reina de la Vuelta, era precisamente que acababa en bajada, por mucho que se recordase que en el descenso de 2007 Alejandro Valverde perdió la carrera por la chiquillada de querer colocarse un chubasquero para protegerse del viento y el frío de aquel día de septiembre.
“Espero que si logro un minuto subiendo sirva de algo en los Lagos”, advirtió Mas, sabedor que las metas de Asturias sí reúnen todos los ingredientes para convertirse en las más determinantes de esta Vuelta.