Estos días hemos descubierto que la publicación musical ‘Pitchfork’ vivía más en precario de lo que parecía, como indica que su editora (desde 2015), Condé Nast, la haya incrustado en los contenidos de la revista masculina ‘GQ‘, llevándose por delante algunos puestos de trabajo. ‘Pitchfork’ tiene lectores, pero no monetiza lo suficiente. Modelo en abierto, sin cuotas, dependiente de un mercado publicitario dictado por Google y Meta (que cuando graciosamente le dan un retoque al algoritmo arruinan a algún que otro medio).
Causa ahora cierto sonrojo recordar cómo, en otros tiempos, en la prensa musical más ‘indie’ se percibía una simpatía hacia la crisis de la industria discográfica (“se lo merecen”), sin pensar que el periodismo sería el siguiente. En la prensa especializada, la evolución tiene claves propias. El punto fuerte de ‘Pitchfork’ son las críticas de discos, largas y minuciosas, con puntuaciones manieristas (incluyendo decimales: un 5,1 para el último de Green Day), y es cierto que ahora, el aficionado no requiere en la misma medida de la ayuda del crítico para decidir en qué álbum gasta su dinero (si es que llega a hacerlo). Las plataformas de ‘streaming’ sustituyen el proceso y resuelven dudas en el acto.
La IA entra en escena y Spotify ofrece esas listas personalizadas, como ‘radar de novedades’, encaminadas a suministrar hallazgos musicales perfectos. Se supone que ‘ellos’ lo saben todo, o casi, de nuestras preferencias y que afinarán más que nadie. Pero se trata de un mecanismo automatizado y sin mayor fondo: ni análisis, ni contexto, ni ubicación de la obra en una narrativa cultural. La crítica no es eso: explica el tiempo en el que vivimos y extrae el último significado a la obra artística (Oscar Wilde lo decía, y disculpen la petulancia).
Pero lo último que quisiera es parecer un romántico. Lo que el aficionado a la música puede empezar a preguntarse es si está tan seguro de que las sugerencias que le deslice la IA responden realmente a sus intereses como melómano o más bien a las prioridades de monetización de cada plataforma, un parámetro opaco, con claves publicitarias y pactos con las ‘majors’. ¿A qué agenda obedece el algoritmo? El crítico musical podrá moverse por filias y fobias, primar su lucimiento personal, practicar tics elitistas o todo lo contrario, pero, a estas alturas, eso el lector ya lo sabe. Somos humanos. Y poco o nada conoce, en cambio, de una IA que maneja una aséptica pretensión de inocencia, justo lo que suelen hacer quienes están a punto de engatusarnos.