La expectación era enorme, incrementada además por el indisimulado aire de despedida que sobrevolaba el acontecimiento, y para no desentonar con el tono hiperbólico de la jornada, un calor de epopeya cayó a plomo sobre Sevilla durante toda la jornada de este miércoles 29 de mayo, primera fecha de la gira –¿epílogo?– Power Tour, con la que AC/DC anda celebrando el medio siglo de su masivamente aclamada trayectoria. Esta vez, la capital andaluza ha sido la única ciudad española en recibir a la legendaria banda australiana, de modo que sus calles, especialmente las céntricas, se convirtieron durante la sudorosa jornada en un frenético y políglota hormiguero de camisetas negras.
Un par de horas antes, las inmediaciones del Estadio de la Cartuja, que acogerá el sábado el segundo y último concierto español de la gira, vivía ya la acostumbrada algarabía regada con cerveza, hard rock a todo trapo y el consabido despliegue de ‘merchandising fields forever’ a precio de aceite de oliva como quien dice (60 euros la camiseta de la gira; 20, la diadema de cuernos rojos luminosos). Mucho ‘veterano de Vietnam’, pero también adolescentes tal vez estrenándose en esta clase de ceremonias donde se conmemoran tanto la música como la fidelidad a un estilo con un aire casi de antiguos cristianos en las catacumbas.
Tras la actuación de los teloneros, The Pretty Reckless y después de un escueto vídeo con coches, camiones y mujeres (admirable síntesis del imaginario AC/DC), la formación australiana compareció con apenas diez minutos de retraso en un escenario sobrio y comedido dentro de la escala cuasi faraónica de esta clase de espectáculos, con parca decoración y en el que hasta las grandes pantallas laterales y la célebre plataforma por la que Angus Young goza correteando y adentrándose en el mar de espectadores luce notablemente reducida. Dio todo igual, en cualquier caso. Un estadio a oscuras, con el público espoleándose a sí mismo con silbidos, botes y cantos espontáneos, con las gradas –literalmente– temblando, es una experiencia que no deja de impresionar. Y aquí, además, el espectáculo es muy sencillo –no fácil: sencillo–: una alternancia sin fin de riffs machacones y estribillos aguardentosos.
Fue aparecer Angus, el jefe de todo esto, único superviviente de la formación original de los años 70 e icono viviente con sus cuernos de demonio y su uniforme escolar, y los casi 60.000 espectadores que había en el hervidero del Estadio de la Cartuja enloquecieron. Bastaron los primeros guitarrazos del menudo guitarrista en ‘If you want blood (you’ve got it)’, la canción de apertura, para poner a todo el auditorio a botar. Y sin apenas tiempo para recuperar el resuello, con ‘Back in black’, un verdadero cañón, música acorazada, de la que te pasa por encima, la banda recordó, por si hiciera falta, por qué son unos capos del hard rock.
Se antojaban razonables las dudas sobre el estado vocal de Brian Johnson, de nuevo al micrófono tras superar los problemas auditivos que provocaron su baja en la gira de 2016 y la incorporación coyuntural de Axl Rose para sustituirlo (sin que la componenda deviniese tragicomedia, justo es recordarlo). Y hay que decir que, pese a que en ocasiones resultaba apabullado por el atronador sonido de sus compañeros, defendió el repertorio con admirable entereza. El hombre tiene 74 años, o sea, pero llega ‘Thunderstruck’ –pongamos por caso, pues la sucesión de himnos plenamente vivos en el imaginario colectivo que se puede permitir AC/DC está a la altura de ellos y poquísimos más– y uno se olvida de los madrugones, del euríbor, de la máquina del fango para arriba y para abajo y hasta del vecino que no devuelve los buenos días. Sangre hirviendo. Alegría pletórica. Comunión porque sí, porque ahora toca. De eso va, mayormente, el rock & roll, uno de los mejores inventos del siglo XX.
Otros grupos tienen canciones buenas, malas o regulares. AC/DC tiene standards de rock duro creados por ellos mismos. El enésimo recordatorio de esto llega cuando sobre el escenario baja la campana en silencio solemne y la Gibson SG bien pegadita al pecho de Angus Young escupe, incombustible, el celebérrimo riff de ‘Hell’s Bell’.
‘Stiff upper lip’, ‘Shoot to thrill’ (uno de los momentos más genuinamente vibrantes de la noche, de esos en los que el vuelo de la electricidad parece dejar suspendido el tiempo: hubo quien se mantuvo sentado y nosotros, francamente, no alcanzamos a explicárnoslo), ‘Sin City’, ‘Rock ‘n’ roll Train’, ‘Dirty deeds done dirt cheap’, ‘High Voltage’… El concierto avanzaba sin sorpresa alguna, calcado en su setlist a los celebrados hasta la fecha. Sería ridículo, la verdad, reprocharles su previsibilidad. Después de todo, nadie les ha pedido que cambiasen ni siquiera un poquito. ¿Qué queréis, lo que funciona, una y otra vez, eso exactamente? Pues tomad, dos tazas. No se llenan estadios en todo el mundo durante décadas haciendo experimentos.
No hubo sorpresas ni tediosas charletas enrolladas, en fin. Hubo música mastodóntica, fuerte, a chorro, blues marrullero, hipervitaminado, briznas del early rock ‘n’ roll de Chuck Berry centrifugadas y robustecidas hasta convertirlas en una apisonadora con motor de Fórmula 1. Mucho tuvieron que ver en ello el resto de discípulos de Angus Young: Matt Laug aplicando a la batería una energía vikinga; a la guitarra rítmica un perfectamente acoplado Stevie Young, sobrino de Angus y del fallecido Malcolm Young, y el bajista Chris Chaney, que sustituye a Cliff Williams, oficialmente jubilado, y responsable de que a miles de personas les retumbase el estómago a compás. Uno diría, de hecho, que el sonido fue mejorando más y más conforme avanzaba la noche.
Décadas de mala prensa acarrea el rock de estadios, lo sabemos, y de hecho solemos suscribirla… pero lo cierto es que canciones como ‘You shook me all night long’ parecen hechas para ser completadas con decenas de miles de gargantas vociferando el estribillo. A este respecto, ni un pero, o sea. Tampoco, por descontado, para el público, que a continuación prolongó su estado casi de trance mientras sonaba otro de los grandes emblemas de la banda, un ‘Highway to hell’ canónico, inapelable, al que siguió ‘Whole lotta Rosie’ que esperábamos con cierta malicia: ¿aparecería la clásica muñeca gigantesca de curvas rotundas y pechos, bueno, digamos que surgidos al calor de La Fantasía Machirula Definitiva? Pues no, no asomó la neumática Rosie. Tan sólo una aparición fugaz, unos neones en las pantallas para darle el toque erótico, un visto y no visto. Hey, en algo sí han cambiado… En cuanto a la canción, sigue tan frenética y contagiosa como siempre.
La traca final fue antológica. Un ‘Let there be rock’ de paso marcial y vuelo hipnótico, con todos los focos (más aún) para Angus Young y su ‘never ending solo’ sobre plataforma elevada, una disertación de energía apabullante que sirvió como demostración práctica de por qué, sin ser un prodigio técnico ni amigo de las sutilezas, es un guitarrista afincado en vida en los anales del rock. Y por último, ‘T.N.T.’ y ‘For those about to rock’, con su tradicional salva de cañones, una auténtica apoteosis colectiva. Si esto es una despedida, sería bonito que todos nos despidiésemos así. Sombrero no llevamos para quitárnoslo, pero unos cuernos con los dedos como la catedral de Sevilla sí les dedicamos desde aquí.