La vida, al igual que el fútbol, obliga a no darse por vencido. A no tirar la toalla a pesar de que lo más sencillo sea rendirse. Nunca hay de bajar lo brazos. Ni mucho menos, dejar de insistir cuando nada sale hacia adelante. Si no, que se lo digan al Levante, que en una crisis tan impensable como desesperanzadora, es capaz de rebelarse contra todo pronóstico. De no caer en el derrotismo y, sobre todo, de luchar, sin cesar, por lo que merece.
De una vez por todas, el fútbol, al igual que la vida, le regaló al equipo de Javi Calleja lo que tantísimas veces anheló cuando la mala dinámica de resultados empezó a ser preocupante. Casi dos meses después de su última vez, el Levante logró lo que, sin duda, será una victoria, conseguida ante el Valladolid gracias a los goles de Dani Gómez y Pablo Martínez, que marcará un antes y un después.
No solo por los puntos, sino también por las formas: ante un serio candidato para ascender a la élite, fallando un penalti y, prácticamente sobre la bocina, deteniendo una pena máxima que hubiera sido un revés de grandes dimensiones. El Levante nunca tirará la toalla. Nunca se dará por vencido. Y, ni mucho menos, dejará de insistir en lo que se gana a pulso. En lo que se merece.
Una victoria, independientemente de su consecución, fue el único método con el que hacer borrón y cuenta nueva. El fútbol, más que nadie en el universo, sabe de su importancia. Y en el Levante, que llegó a su enfrentamiento frente al Valladolid con casi dos meses sin sumar tres unidades del tirón, pocas veces hizo tanta falta un triunfo. La noche, no obstante, comenzó a pedir de boca. No pasaron ni cuatro minutos de encuentro cuando Dani Gómez, a pase de Pablo Martínez, y tras deshacerse de Boyomo, cruzó el esférico, imparable para Masip, al fondo de las mallas. Orriols, que solo de ver a su equipo sobre el verde, retumba de la emoción, celebró el gol con euforia, rabia y alegría extrema. Su gente nunca abandonará a los suyos, pero cuánta falta, después de tantos reveses, hizo una diana así, ya que aportó la sensación de que sería una velada diferente a las vividas últimamente.
Pese a ello, el Valladolid se encargó de instalar el nerviosismo que se respira en las profundidades del Ciutat de València desde que los pupilos de Calleja se sumergieron en su peligrosa dinámica de resultados. No dio tiempo ni a saborear la ventaja en el luminoso. Raúl Moro, más rápido que nadie, habilitó a Sylla para, prácticamente a puerta vacía, empatar la contienda antes de que transcurrieran los diez primeros minutos.
Sin embargo, el Levante asumió el golpe desde la resiliencia. Después de tantas noticias negativas, nadie le iba a aguar la fiesta. Y menos, ante su público. Lo intentó una vez y otra. Sin dejar de insistir. Sin dejar de pelear y con firmeza. No obstante, en el ecuador del primer tiempo, el colegiado anuló un tanto de Sylla por milímetros, ya que se adelantó antes que nadie en el instante en el Monchu, con picardía, picó el esférico por encima de la barrera en una acción a balón parado. Sin embargo fue, simplemente, un bache en el camino.
De tanto insistir, el Levante volvió a adelantarse en el marcador en el momento justo. Cuando todo parecía posponerse para después del entretiempo. Si el tanto de Dani Gómez se celebró por todo lo alto, el de Pablo Martínez, una obra de arte, no iba a ser menos. El ‘10’, yéndose de Escudero, y con el derecho de hacerle un túnel a Monchu, ejecutó un zurdazo que superó la línea de gol y empujó, más si cabe, a una grada rendida ante el titánico esfuerzo que realizó su equipo.
La celebración del capitán, cogiéndose el escudo con fuerza, fue, cuanto menos simbólica, al igual que los cánticos de ‘Levante, Levante’ que retronaron el coliseo de Orriols. Nadie dijo que fuera sencillo, pero cuando más difícil es la situación, es cuando más hay que apretar los dientes. Y sobre todo, más unidos hay que estar. Nada nuevo en un club que, para bien o para mal, y en todo su esplendor, siempre estará orgulloso de lo mucho que representa.
Superado el descanso, el desafío no fue fácil. Las experiencias vividas contra el Leganés, ante el Racing de Santander y frente al Eibar debían, sí o sí, que ser aprendidas. Más allá del potencial que atesoró el Valladolid, perder más puntos en el camino era imperdonable. Sobre todo, si la ilusión es que la llama del ascenso no se apague. Tocó resistir, unir fuerzas, no esconderse y ser descarado en cada una de las acciones. Pese a que los de Pezzolano, sobre todo al contragolpe, transmitieron una sensación de peligro que generó nerviosismo, el Levante tiró de lo que más puede presumir aunque, en sus últimos compromisos, desapareció por completo: garra, esfuerzo y coraje. Hasta el punto de desconectar a su rival y de tener acercamientos con los que aumentar su diferencia en el luminoso.
Kochorashvili, con un fuerte disparo, fue el que más cerca estuvo de hacerlo, pero Masip, con una notable intervención, se lo impidió. Un larguero de Iván Sánchez, a falta de quince minutos para la finalización, fue un susto, aunque más susto fue el penalti que erró Giorgi, también, a poco de que se terminase la contienda. No obstante, sin sufrimiento, el Levante no sería el Levante. Todo lo que consigue es desde el padecimiento, pero ningún levantinista lo cambiaría por nada en el mundo. Si no, que le pregunten a Andrés Fernández, cuando Guzmán Mansilla indicó una pena máxima en el peor momento posible, para hacerse gigante y detenerle el lanzamiento a Monchu y, en el descuento del partido, le volvió a negar el gol volando sin motor. El Levante, de una vez por todas, respira y ve el futuro con distintos ojos. Porque, a este equipo, nunca hay que darle por muerto.