Los 67 años de la existencia de Silvia Labayru abarcan varias vidas, la más cruel de ellas marcada por el secuestro y la tortura en uno de los peores centros de represión de la dictadura argentina (1976-1983), la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). El lugar está hoy en un cruce entre el imperativo del olvido que acaricia imponer el montuno Milei y la museificación del horror con la que se intenta salvar la memoria, pero en la que también se pierde la vivencia lacerante de las víctimas. Es una memoria imposible a la que sólo cabe acercarse a través del relato directo de quienes sufrieron el despojamiento de su dignidad, el sufrimiento físico, un encontrarse en el umbral de la muerte que sólo doscientas personas de las 5.000 llevadas allí eludieron.
De todo eso habla “La llamada”, lo más reciente de Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967), periodismo construido con método y lenguaje a partir del testimonio directo, periodismo que desborda los hechos y trasciende al tiempo, el que está más allá de la letra impresa que se renueva cada día. A quienes durante su elaboración preguntaban a la autora si era necesario otro libro sobre la ESMA, la periodista, que ignora las razones claras que la llevan a embarcarse en semejante empresa, da una tentativa de respuesta: “A lo mejor por preguntas de hace dos décadas que quedaron flotando en el viento” y, quizá también, porque “hay historias que no terminan nunca”. Pero su libro va mucho más allá de aquel tiempo oscuro, es un retrato (su subtítulo) de la mujer que se resistió a que su pasado de víctima se convirtiera en un destino definitivo.
En diciembre de 1976 Silvia Labayru fue secuestrada en Buenos Aires. Con diecinueve años, embarazada de cinco meses, acabó en el sótano del casino de oficiales de la ESMA, donde daría a luz. Estaba a dos semanas de abandonar su militancia montonera. Ella fue uno de esos retoños de clase bien que se rebeló contra su origen. Hija de un piloto de vuelos comerciales, antiguo militar, y de una madre que más que una mujer “era un acontecimiento” por su belleza y don social, su futuro parecía escrito sobre esa predisposición casi genética al triunfo, sobre una belleza que con el tiempo devendrá en castigo, sobre la educación en el mejor centro bonaerense, los viajes, la adoración masculina. Pese a su afán de distanciamiento de esa procedencia, incorporándose a la facción más radical del peronismo, embarcada en un hostigamiento violento a los poderes argentinos, será ese origen lo que la salve de la quiebra vital de la tortura y la restituya, casi literalmente, al mundo de los vivos. “La llamada”, el título del libro, hace referencia a ese momento del 14 de marzo de 1977 en que el militar que tiene a su cargo a Silvia contacta por teléfono con su padre para comunicarle que su hija sigue en este mundo. La reacción airada del progenitor, convencido hasta ese momento de que su hija lleva tres meses muerta y que al otro lado de la línea están los montoneros, hace que el torturador comprenda que ante él tiene a una representante de todo lo que ellos aseguran defender. El malentendido será como un segundo nacimiento que Silvia y su padre celebrarán desde entonces. La hija nacida en el cautiverio será una de las pocas de la treintena de criaturas alumbradas en la ESMA entregada a su familia de origen. Ella comenzará a desarrollar tareas que a los ojos de sus antiguos compañeros la convertirán en colaboracionista, en una sospechosa por sobrevivir.
La autora confronta lo que cuenta su protagonista con lo que de ella dicen los que la conocieron
Desde junio de 1978 Silvia Labayru vivirá exiliada en España. Ahora “fluctúa” entre Madrid y Buenos Aires, inmersa en el cierre de una historia de amor que comenzó en su juventud, rota en aquel tiempo en que estaba “enferma de adrenalina” y, hasta su rebrote, sepultada por los acontecimientos que en su caso son historia y vida a la vez.
Hasta aquí los hechos, eso que, para Guerriero, “nunca explica nada, que nunca permite entender.” Para ir más allá, pertrechada con su ya dilatada experiencia en el perfil periodístico, se embarca durante un año y siete meses en largas conversaciones, de dos y hasta de cinco horas, con Silvia Labayru. El de ahora será “el retrato de una mujer. Un intento”. Un ejercicio, en última instancia, de “leer y releer, una frase, una palabra, un rostro, los rostros sobre todo. Repasar, pesar bien lo que callan”, los términos en los que la poeta Ida Vitale concentra el empeño de entender.
Guerriero se encuentra ante una mujer con “un pasado incendiario” y un presente plácido, que “pendula entre paseos en bicicleta, administración de propiedades en España, viajes …”. Labayru se cuenta a sí misma en un “monólogo abigarrado, como si acumular toda la peripecia produjera, de alguna forma, alivio”. Es un relato que su protagonista teme distante y frío, con la emoción desactivada por la reiteración, por el paso por distintos lenguajes, desde el del psicoanálisis al judicial, formas de narrar que le permiten acercarse al pasado “sin que se transforme en un precipitado incontrolable de padecimientos crudos”.
El libro de Guerriero vindica un oficio imprescindible y maltratado
En 2014, Labayru fue denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en la ESMA. En ese contarse la autora detecta «una resistencia cerril a que su relato quede cercado por conceptos y términos que muchos de quienes pasaron por cosas parecidas usan de un modo natural». Labayru habla ahora del inútil sacrificio de aquellos revolucionarios –”Nuestra inmolación no sirvió mayormente para nada. O sí: le sirvió mucho a la dictadura para perpetuarse en el poder”–, del modo en que sus antiguos compañeros la marcaron y repudiaron en el exilio como sospechosa. Y de cómo también consiguió sobreponerse a todo eso. Su resistencia es una superación del pasado, un distanciamiento que la lleva a “decir algo que es una brutalidad: muchos militantes no tuvieron luego una vida muy rutilante. Para esta gente ser un sobreviviente es como que les ha dado un motivo en la vida”, el destino que ella rechaza.
Con estricto método periodístico, Guerriero confronta lo que cuenta su protagonista con lo que de ella refieren quienes la han conocido de cerca, teje la historia con testimonios por cuyos resquicios se filtra la vida auténtica, muchas veces en forma de esa desmemoria que alivia la vergüenza por los comportamientos del pasado.
Ahora Silvia Labayru “relata, vestida con telas refinadas, el año y medio durante el que se vistió con ropa de mujeres muertas”. Es, a su manera, una mujer marcada por “la maldición de la belleza que pagó tan caro” y cuya “potencia proviene del mismo sitio de donde provino todo lo demás: de su naturaleza díscola, de su tremenda incorrección”.
“La llamada” se ajusta de manera admirable a la convicción de su autora de que “el periodismo puede, y debe, echar mano de todos los recursos de la narrativa para crear un destilado, en lo posible perfecto: la esencia de la esencia de la realidad”. De ese borrado de géneros, de ese empeño en el rigor y la palabra, brota la vindicación de un oficio imprescindible maltratado desde dentro y fuera.
La llamada (Un retrato)
Leila Guerriero
Anagrama, 432 páginas, 20,90 euros