Todo empieza cuando ella, todavía no tiene nombre, decide plantarse: “Un día les dije Estoy harta me voy”. Ella es una empleada doméstica (interna) y ha decidido que trabajar no tiene sentido, que sólo conduce a pasar el día encerrada entre cuatro aborrecidas paredes y a guardar el dinero en una caja. “Quiero ser una persona libre, pasear, mirar”, explica a sus desconcertados “señores”. Y añade: “La libertad es sentarse en un banco y escuchar el canto de los pájaros”. Las advertencias sobre la necesidad de ganar dinero para tener techo y comida no la van a arredrar: “No hace falta dinero, los bancos son gratis y los pájaros cantan sin cobrar”. Su decisión está tomada.
Comienza así una aventura de tres días, con sus noches, en la que esta rebelde súbita deambulará por el París de mediados de los 60 acompañada de unos magros ahorros y de sus únicas pertenencias, cuatro bultos que nunca abandona. La aventura, esta “Renata sin más” publicada en 1967 por la francesa Catherine Guérard (1929-2010), cobrará la forma de un monólogo interior, sólo puntuado por unas comas y unas mayúsculas muy eficaces, que puede ser visto como un canto radical a la libertad y, por esa vía, como un desnudo de las imposiciones que rigen la vida social en vísperas del mayo francés. No obstante, una lectura atenta añadirá razonables preguntas sobre la deriva esclavizadora de algunos deseos inquebrantables.
Guérard, una consumada y misteriosa narradora que tras publicar dos títulos se sumió en un silencio de medio siglo, dibuja una protagonista cuya peculiaridad extrema la convierte en el espejo social más preciso. Una mujer de edad indeterminada que, con su indumentaria humilde, su creciente desaliño y sus cuatro molestos bultos, sólo puede ser tomada por una vagabunda. El problema es que ella no se ve así. Ella se ve como una mujer libre y dispuesta a defender su libertad: “En mí sólo mando yo”, proclama. Su pretensión de deambular sin rumbo en busca de lo que la atrae (pájaros, árboles, flores, sol, grandes avenidas, tiendas bulliciosas) se le antoja inofensiva.
Renata, como acabará haciéndose llamar a veces, no repara en que su programa de vida conlleva necesidades logísticas que, pese a su espartana sencillez, entran en conflicto con sus deseos: los bancos no siempre están libres, algunas sillas de jardines son de pago, no se puede acceder al metro sin billete a guarecerse de la lluvia, muchos espacios obligan a circular ligera de bultos, las pensiones son cárceles que cierran sus puertas de noche, dormir en el descansillo de una escalera de servicio viola la propiedad privada. La maraña social reposa, en suma, en cientos de reglas derivadas en buena parte del derecho a la propiedad y de la organización social del trabajo y el descanso. Y esto contraría a Renata, toda una vida confinada en piso ajeno, quien sin amilanarse expresa su rechazo a la norma con cajas destempladas. De hecho, a medida que avance la narración el lector irá completando el retrato de una persona buena, sí, pero ignorante, racista, tozuda, descarada, muy suspicaz ante cualquier pregunta y, en consecuencia, muy dada a mentir.
Estos conflictos exteriores de la protagonista se ven a su vez alimentados por un poderoso conflicto interior. Su intransigente búsqueda de la libertad le desata un continuo deseo de imponer su voluntad sin matices y, lo que es más grave, la sume en una obsesiva espiral de interrogaciones sobre si hay algo o alguien que “mande” en ella. Limitada desde el exterior y desde su interior, será la lluvia la enemiga con quien Renata mantenga el más memorable, y a la postre decisivo, de sus combates.
En su tercer día de libertad, varada por el diluvio en un banco durante horas, la mujer acabará llamando la atención de un alma caritativa, otra mujer, que sin pretenderlo la encaminará hacia el horizonte final de esta espléndida narración abierta, muy apta para lectores curtidos en el teatro del absurdo. Una línea de promisión que parece augurar la posibilidad de aislarse del infierno sartriano, de “los otros”. Lo cual no es anuncio alguno de un desenlace feliz. Ni trágico. Al fin y al cabo, sabemos desde Rimbaud que el yo también milita en las filas de “los otros”. Así que, presumiblemente, Renata tendrá que seguir lidiando.
Renata sin más
Catherine Guérard
Traducción de Regina López Muñoz
Tránsito, 172 páginas, 18,50 euros