«Tú, el más firme edificio, destruido». Con estas palabras cantaba Miguel Hernández, en 1936, a Federico García Lorca; aún desconcertado por la muerte del poeta granadino, no presintió que también él había de ser destruido por la locura de la guerra y la constante insensatez de la historia. Contra todo ello, Miguel Hernández presenta sus armas (la poesía y la palabra) en el prólogo a «Teatro en la guerra» (1937), una de las cinco piezas para la escena que escribió. «En la guerra, esgrimo [la poesía] como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada».
«Libro de la guerra» recoge la extensa obra literaria de Hernández entre 1935 y 1942, el año de su muerte. Elena Medel lo divide en tres partes: «Antes de la guerra», «Los años de la guerra» y «Después de la guerra», y añade un prólogo, una bibliografía, una selección de poemas y varias fotografías del poeta en esos años.
Hernández escribió incansablemente, especialmente en 1936, cuando las expectativas de vencer en la contienda eran aún altas. Paulatinamente, pasa del entusiasmo y el optimismo al desánimo; lo que se puede seguir, así como el desarrollo de la guerra, a través de los textos aquí compilados. Hay, claro está, poemas, pero también piezas teatrales, artículos para animar a las fuerzas republicanas o para describir lo que ve, y también numerosas cartas que lo sitúan en diversos puntos de la península con diferentes encomiendas.
La breve obra «La cola», un cuadro único que se desarrolla en una calle de Madrid en plena guerra, fue representada en el frente «con la intención de animar a las tropas». En ella, el personaje de la Madre recrimina a las mujeres su alboroto innecesario, porque «Madrid no puede ofrecer al mundo, que nos contempla emocionado», un espectáculo tan indigno. Era 1937 y Hernández aún creía en la victoria. En estos años, escribe varias obras de teatro que –nos dice Medel– no llegaron a ser estrenadas en vida del autor.
El mismo espíritu combatiente y animoso se mantiene hasta bien andado 1938; a partir de aquí, en la medida que la comida va menguando, así como la fuerza de las tropas, los temas derivan hacia la escasez de alimentos, la proliferación de muertos y heridos y los encarcelamientos. De esta época data el poema «El hambre», publicada en «El hombre acecha», de 1939, cuya última estrofa recoge un lamento que sigue vigente por su universalidad: «Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera / hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente».
Las mismas preocupaciones se expresan en las cartas a su compañera, Josefina Manresa, contenidas en el libro. En la del 12 de septiembre de 1939 le responde que «[e]l olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí [ya está encarcelado] no hay para mi otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme». Esas coplillas son el conocido y admirado poema «Nanas de la cebolla».
Otros temas recurrentes en sus escritos y poemas son «el sol, el hambre, la pena, el trabajo, que han mordido las facciones» de la gente proletaria, de los trabajadores del campo, de las mujeres «víctimas del régimen esclavizador de la criatura femenina». Hernández, sin olvidar la lucha sin cuartel en los diferentes frentes, recuerda siempre a quienes va observando en su caminar por España, a quienes «luchan, sueñan, mueren y viven […] en los páramos de Castilla, en las piedras de Extremadura, en los olivos de Andalucía y en las montañas mineras de Asturias». Esta cita corresponde al texto «Compañera de nuestros días», firmado con el pseudónimo «Antonio López».
Las circunstancias políticas ofrecieron al escritor la oportunidad de viajar a la URSS, a Moscú, Leningrado y Kiev, en 1937, a través de París y Estocolmo, viaje que comenta en las cartas a su mujer. Como corresponde a unas misivas familiares, el poeta se queja de tener que llevar traje y corbata, como emisario que es de los republicanos españoles, y, especialmente, del daño de llevar zapatos en vez de sus esparteñas. Tampoco le gusta la comida, ni el trabajo constante que ha de desempeñar con políticos y periodistas. En Moscú visita también una escuela de niños españoles evacuados y constata lo bien tratados que están, «que no carecen de nada».
«Libro de la guerra» solamente recoge, en 1939, dos cartas del poeta, al capitán Esteban y a José María de Cossío, y en ambas les pide que le envíen el dinero y los alimentos que le corresponden. En estos años de necesidad es cuando escribe los poemas «Madre España» y «Canción última». En la primera resume su sentir al final de la guerra: «España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos / de dolor y de piedra profunda para darme: / no me separarán de tus altas entrañas, / madre. / Además de morir por ti, pido una cosa: / que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen, / vayan hasta el rincón que habite de tu vientre, / madre».
«Canción última» es un epitafio más amable de la época, que acaba con la palabra «esperanza», si bien atemperada por la duda que ofrece el imperativo «dejadme» que la acompaña. Una de sus estrofas compendia ambos términos: «Y en torno de los cuerpos / elevará la sábana / su intensa enredadera / nocturna, perfumada».
En la última parte del libro, correspondiente a la posguerra, años 1939-1941, Miguel Hernández escribe a sus amistades desde las diferentes cárceles a que fue enviado, bien en busca de ayuda o para encomendarles el cuidado de su familia, en su ausencia. A pesar de que algunos habían quedado por el camino, aún figuran entre sus amigos Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Carlos Rodríguez-Spiteri, Juvencio Valle, poeta chileno, y José María de Cossío, con quien Miguel Hernández colaboró, antes de la guerra, en la enciclopedia taurina que aquel preparaba para Espasa-Calpe.
Hernández había rechazado primero exiliarse a Hispanoamérica, así como pagar por librarse de la cárcel después, pues no quería «contraer compromisos morales y materiales con quienes acechan la más mínima debilidad y desolación para ganarse su colaboración», y, a pesar de que su condena a muerte fue conmutada por treinta años de prisión, acaba muriendo de tuberculosis en la cárcel de Alicante.
A su hijo le deja en herencia «no dinero, sino honra», y le pide a su esposa que no lo haga «caprichoso, desganado, irrazonable o egoísta» y «que no se desespere con él, para que él no se desespere» con ella.
Las cartas familiares de Miguel Hernández son un compendio de filosofía para la vida en las peores circunstancias posibles. Sus obras de teatro y sus artículos dan fe de su entusiasmo y de su percepción de la realidad social del país, y sus poemas, muchos de ellos contenidos en este «Libro de la guerra», conllevan un mensaje universal cargado de lirismo y de fuerza, como corresponde a un campesino que ha cuidado cabras y talado árboles, a un hombre que ha calzado alpargatas para recorrer el frente y zapatos para representar a su país, y que, en una misma estrofa, es capaz de transportarnos desde la insensibilidad de los amos a la naturaleza acogedora.
Libro de la guerra
Miguel Hernández
Edición de Elena Medel
Seix Barral, 368 páginas 20,50 euros