Érase una vez Sicilia, el lugar donde la mafia se ensañaba con los servidores del Estado que el Estado no lograba proteger. En los años setenta, Michele Reina, Piersanti Matarella, Pio La Torre, se habían quedado solos en la batalla política en que estaban metidos, hasta convertirse en víctimas señaladas de los mafiosos. Como lo fue el juez que primero investigó a la organización criminal, Cesare Terranova. O Carlo Alberto dalla Chiesa, el general de los carabinieri que la combatió. Más tarde, en los noventa, caerían Giovanni Falcone y Paolo Borsellino.
En aquella guerra, los buenos tenían razones para sentirse abandonados frente a los malos. Falcone poseía un gran sentido del Estado pero, a su vez, albergaba sobre ello elevadas dosis de escepticismo. No, como él mismo llegó a escribir, a la manera de Sciascia, que sentía la necesidad del Estado pero había dejado de creer en él. El suyo era un escepticismo más que un recelo, proveniente de una duda metódica que consolidaba sus propias convicciones. Para él, el repliegue sobre la familia, el clan, el grupo, tan típicos en Sicilia, significaban ese dualismo interiorizado entre sociedad y estado que facilitaba la coartada para vivir en perfecta anomia, de espaldas a las reglas de la vida colectiva. O, en la peor de las situaciones, enfrentándose violentamente a ellas.
Roberto Saviano ha novelado a Falcone partiendo precisamente de la soledad de los valientes. «Los valientes están solos» es una historia que abarca casi cincuenta años, intercalada entre dos explosiones. La primera en 1943, en un callejón de Corleone; la segunda en 1992, en la autopista Punta Raisi-Palermo, justo antes del cruce hacia Capaci. Una de ellas mató a Giovanni Riina, padre de Salvatore conocido como Totò, que entonces tenía sólo doce años; la otra liquidó a Giovanni Falcone, después de toda una vida buscando pruebas para intentar condenar a aquel mafioso y asesino que ordenaba y consumía asesinatos como si nada. Murieron, además, tres agentes de su escolta y su esposa, la también magistrada Francesca Morvillo.
Finalmente, Falcone había logrado incriminar a Riina, obteniendo una cadena perpetua irrevocable para él y los demás jefes y subjefes de la Cosa Nostra responsables de cientos de crímenes, aunque persistía el problema de arrestarlo y encerrarlo en prisión. Y por esa sentencia el capo mafioso se vengó del juez con la bomba de Capaci: la segunda que marcó su existencia, tras la que le había arrebatado a su padre medio siglo antes, al intentar desactivar un artefacto aliado para obtener explosivos. Dos bombas, pues, marcan el sentido trágico de la historia que nos deja Saviano, un escritor que conoce como pocos lo que es vivir bajo la amenaza criminal.
Entre esas dos explosiones cabe un pedazo sustancial de la historia italiana: de la mafia y la antimafia, de las connivencias del poder criminal con el legal, y de la resistencia solitaria de quienes querían romper esos vínculos. Del terror impuesto con disparos de kalashnikov y dinamita, y de quienes intentaron frenarlo con la única arma de la Ley. Del miedo que inevitablemente asalta a quienes deciden desafiar a un oponente aparentemente imbatible, y del coraje necesario para superarlo. Entonces consistía en enfrentarse, sin desmayo, a trampas y emboscadas de enemigos y falsos amigos, que deberían luchar del mismo lado y en cambio te obstaculizaban con la excusa de que detrás de tu batalla no existía el deseo de justicia, sino de éxito y poder. Esto último fue lo que empezó a golpear por debajo a Falcone, el desánimo de sentirse solo e injustamente acusado.
Aun así no se detuvo ante nada y fue superando los obstáculos en su camino. Descubrió vínculos entre familias pertenecientes al mundo del crimen, que mantenían estrechos contactos con el mundo de la política. Saviano lo cuenta muy bien gracias a la extensa documentación recopilada, con precisión periodística y una relectura de los documentos de Falcone y sus colegas. Con algunos de ellos, más tarde amigos, había establecido relaciones confidenciales, y tuvo que presenciar, impotente, sus muertes llevadas a cabo mediante emboscadas y ataques. Cesare Terranova, los magistrados Rocco Chinnici y Gaetano Costa; el oficial de la policía estatal, Boris Giuliano; el comisario Ninni Cassarà, y Dalla Chiesa, prefecto de Palermo, solo por nombrar algunos. Todos ellos pagaron un precio demasiado alto por su sentido de Estado, en nombre de la justicia en la que creían.
Acusado injustamente, difamado por algunos medios de comunicación, acusado de divismo y amenazado de muerte, el magistrado sufrió una tremenda hostilidad por parte de la sociedad civil. En varias ocasiones había confesado a familiares y amigos que sentía el aliento de la muerte en su nuca.
Llega el día. Escribe Saviano: «A las 17 horas, 56 minutos y 48 segundos, en la autopista Palermo-Mazara del Vallo, se abre un agujero que parece un cráter lunar. (…) Giovanni y Francesca ven que el mundo se da la vuelta. Y ellos no, ellos no se equivocan. El mundo se ha dado la vuelta, se ha girado de espaldas, como una tortuga moribunda. La explosión los sacude como si fueran hojitas, pequeñas hojas de carne en medio de un vendaval de fuego y chatarra cortante. Todo se hace añicos, los cristales, el hierro, los huesos, sus cuerpos. La potencia de la explosión no admire réplica. Nada se salva en esa trampa de chapa».
El autor de «Los valientes están solos» traza una línea cronológica desde los años ochenta para dar testimonio con su escritura del coraje de los hombres que se sienten en soledad para combatir a un enemigo amparado por ciertos poderes y oculto en la sociedad civil. Detrás de la literatura que explora los detalles y los sentimientos hay hechos verdaderos, documentados y verificados por fuentes y testimonios en los treinta años posteriores a la masacre de Capaci e incluso antes, mientras se iba desvelando la historia.
Saviano siente que tanto tiempo después de aquello es necesario volver a hablar de Falcone, dirigirle una nueva mirada y tratar de contar las cosas tal como fueron. Comprender el inmenso sacrificio de un servidor del Estado, sus renuncias, algo que él mismo es capaz de entender por las suyas propias. Aquel juez que combatió a la mafia con una determinación jamás vista hasta ese momento era un hombre que amaba la vida, estar en compañía de amigos y una buena comida. Un hombre como cualquiera de nosotros que se vio empujado a un acto revolucionario, porque así era luchar contra un enemigo como aquel en aquellas circunstancias. Actuó por convicción.
Saviano se pregunta si eso significa que cada uno de nosotros podría hacer lo mismo y responde que tal vez no. Pero sí le gustaría que cada uno pudiera llegar a entender la magnitud de su renuncia por un espíritu de servicio, que para él no era otra cosa que el profundo respeto por el trabajo de quienes estuvieron en su lugar antes y antes fueron asesinados. «Los valientes están solos» es un episodio trascendental, estupendamente novelado, de la lucha contra la mafia.
Los valientes están solos
Roberto Saviano
Traducción de Juan Manuel Salmerón Anagrama, 592 páginas 24,90 euros